Fran
defendía con énfasis la vieja la teoría de las decisiones. Mantenía que en un
instante, tan pequeño como uno pueda imaginarse y en el que haya la posibilidad
de elegir, se puede tomar la opción equivocada y esa decisión puede cambiarte la
vida para siempre, lo quieras o no, es inevitable. Eso sí, partía de una
hipótesis, para él, verdadera: Dios no existe y por ende nuestras decisiones no
están escritas de antemano y de esta forma somos libres de tomar la decisión
qué nos plazca: nos equivoquemos o no. Esa será nuestra responsabilidad y deberemos
asumirla.
Entre
trago y trago de crianza y sentados alrededor de una mesa barnizada en color
nogalina Fran intentaba convencer de su teoría a sus dos amigos José Luis y
José Miguel en el bar que regentaban Juan e Ireane. Bar, que se había puesto de
moda y que tenía un nombre nostálgico: El Bar de los Recuerdos. Situado en el
Casco Histórico de la ciudad, por aquel entonces vivo.
«Os
voy a poner un ejemplo: Yo tuve una novia en la etapa en la que uno se cree un
hombre, pero actúa como un niño. Era preciosa tenía una melena castaña y unos
ojos color melaza de impresión o eso me lo parecía». «Mirad», y Fran señaló la
mesa colindante, «cómo esa chica», y señaló a una joven qué estaba acompañada
por dos amigas. «Podéis sentaros con nosotros. Lleváis mucho rato con la
parabólica puesta», dijo Fran con cierta ironía.
Las
tres veinteañeras no se cortaron cogieron sus sillas y sus Coca-Colas y se
sentaron a escuchar a Fran.
«Hoy
haré una excepción», dijo José Luis, «pero en mi mesa jamás he permitido qué
hubiera refrescos de Cola. Hoy haré una excepción, gracias a la lección
magistral de mi amigo Fran».
Las
jóvenes se presentaron solas: Yo soy Bárbara dijo la chica de ojos color
melaza, yo Maribel, y yo Juana dijo la tercera.
Fran
continuó con su historia:
«Mi
novia era de un pueblecito de
Zaragoza, pero que estudiaba aquí en un
colegio de monjas, las Escolapias, creo recordar. Ella vivía con una tía, que
debía odiarme, cosa nada complicada, porque desde pequeño debía ser un niño de
esos de armas tomar: un ser hiperactivo, y dispuesto a poner adrenalítico perdido a cualquier persona
que estuviera a mi alrededor. Era una verdadera perla según contaba mi propia
madre.
»Ambos
coincidíamos a la hora de ir al colegio siempre en la misma calle y a la misma
hora.
»Un
buen día, la chica del pueblecito de Zaragoza, me paró junto a otras amigas y me
preguntó si le había escrito una carta
que llevaba en la mano. Era una jugada burda, pero yo caí en la trampa como un
barbo en el anzuelo.
»Comencé
a leer la carta y cuando termine las amigas de la chica, del pueblecito de
Zaragoza, habían desaparecido y ambos nos encontramos uno frente a otro sin
saber qué decir ni qué hacer. Mirándonos a los ojos, por cierto, qué los de la
chica del pueblecito de Zaragoza, eran de un color melaza preciosos. Así como
los tuyos», y de nuevo señaló a la joven con los ojos de ese mismo color.
»Me
quedé tan impresionado, que por primera vez en mi vida supe lo que era quedarme
quieto, sin que nadie me gritara.
»Por
fin pude reaccionar y los dos, sin mediar palabra decidimos hacer novillos.
Paseando, y con miedo, buscamos las afueras de la ciudad En un descampado nos
dimos el primer beso». «¡Oh!» gritaron todos.
«A
las siete y media lo más tardar tengo que estar en casa Me tengo qué ir» dijo
la Chica de Zaragoza. «Te acompaño». «Hasta casa no. A mi tía no le gusta que
salga con chicos», le respondió la chica del pueblecito de Zaragoza. «¿Salir? ¡Me
sentí cómo un pardillo!», narraba Fran con un tono de sorpresa. Entornado sus
ojos grises y vivos, quizá más apagados por la edad que el día de autos,
intentando captar aquel instante. «Aquello me pareció qué iba muy de prisa, a mí, que
marchaba por el mundo a toda máquina».
Fran
hizo un alto y se bebió una copa de crianza de un solo trago. Hizo un gesto
para llamar la atención de Ireane: «por favor saca una botella de lo mismo y
tres copas más, a mi amigo le da grima los refrescos de cola». Ireane se rio.
«Aquel
año, me resultó maravilloso», proseguía Fran, «hasta mejoré las notas. Luego el
verano nos separó. Hubo cartas diarias y llamadas por teléfono cada tres días,
cada diez se veían alternado los viajes Fran iba a Zaragoza y ella venía aquí.
»La
estrategia se iba cumpliendo a rajatabla.
»El
plan resultaba perfecto.
»Pero
en el curso siguiente, ya en primero de carrera, las cosas se fueron alargando
en el tiempo: las cartas ya no eran diarias, las llamada dejaron de ser cada tres
días y siempre había escusas para no verse personalmente.
»Todo
parecía haber acabado.
»Hasta
que un buen día al abrir el buzón Fran encontró una carta de la chica del
pueblecito Zaragoza, era la carta de amor más bonita que jamás había leído en
su vida, ni sacada de un libro.
»Quedaron
en verse y se vieron. Contaba, mi padre, que pasaron tres días sin salir de una
pensión.
»Se
despidieron y de nuevo volvieron las cartas diarias, las llamadas cada tres
días y las visitas, ya quincenales.
»Todo
parecía ir de nuevo color de rosa hasta que un nubarrón tapó todo aquello que
era alegría y amor. No supe más de ella, las cartas le eran devueltas, cuando
marcaba su número de teléfono y alguien contestaban le juraban que allí no
vivía ninguna Gabi, que era el nombre de la chica del pueblecito de Zaragoza.
»Gabí
había desaparecido de la faz de la Tierra, pero no de mi corazón.
»A
pesar de todo, mis estudios iban viento en popa y tras el paso del Ecuador se
planteó ingresar en la Milicias Universitarias. Fran hizo las pruebas
superándolas con éxito pero una llamada de un general le dijo claramente y sin
tapujos en lo boca: «usted nunca será oficial del Ejército de España. El hijo
de un rojo jamás llevará una estrella!».
»Yo
no me amilane ante tanta estrella desperdigada por las hombreras: «¿Si no puedo
ser oficial, tampoco podré servir al ejército español cómo soldado?» Le dije al
oficial. «Tampoco. Ese es un honor para unos pocos elegidos». «Me podría dar
eso por escrito», le pregunté. «Sin dudarlo», le contestó el rey de las
estrellas. «Salí desolado, pero con la carta del general, que le libraría del
servicio militar, por aquel entonces obligatorio, bien guardada.
»Fui
a la pensión, recogí mis cosas y me dirigí a coger el autobús que me trajera aquí.
Pero al pasar por la plaza del Paraíso me encontró a Gabi. Los dos nos quedamos
parados, nos miramos, pero yo solo acerté a decir adiós y seguí caminando. Ese
es el instante, justamente ese es del
instante del qué os hablo, si me hubiera parado, hablado y quizá tomado un
café, mi vida y la de Gabi hubieran cambiado por completo. Esto es algo qué
pudo ser y no fue.
»Lo
que os he contado solamente es un ejemplo ilustrativo de que cualquier paso que
demos en la vida está marcado siempre por un sí o un no y además añadiendo, que
desde mi punto de vista: el tiempo sí influye en una toma de decisiones. Es un
mero suceso basado en la teoría de las posibilidades lógicas. Es el juego del
sí y del no. Por cierto y desde mi punto
de vista, como parte de las Matemáticas, una ciencia totalmente exacta. Además,
no lo olvidéis nunca, tal y cómo decía Galileo: Las Matemáticas es el lenguaje
con el que Dios habría escrito el mundo».
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