LA ALTERNATIVA DE AMPARITO
Mi amigo Amancio Amantegui acababa de sacarse
el carné de conducir, había cumplido veintiún años y estaba a punto de ingresar
en la Marina. Aquello de la Armada me descolocaba, no concebía su empeño por
enrolarse con algo tan fuera de lugar, tan raro, tan extraño. ¡No lo entendía! No
entendía cómo un hombre de secano, de tierra adentro, sin saber nadar, podía
embarcarse en aquella aventura. Ni tan siquiera podía imaginármelo andando por
cubierta abriendo al máximo el compás de sus piernas y, sobre todo, vestido con
el uniforme complementario. ¡Joder después de los lloros que le costó hacer la
Primera Comunión de marinero! Puede que eso —lo de hacer la Primera Comunión de
uniforme— le marcara, porque a mí la mía me marcó hasta la médula. Mi madre me
disfrazó de Príncipe de Gales con puntillas y chorreras a doquier y, no
conforme con esto, expuso las fotografías, para alegría y regocijo de toda la
ciudadanía, en el escaparate de un afamado estudio fotográfico; y esto les
puedo que marca de verdad. Personalmente lo de Amancio Amantegui, lo
consideraba un gran error, eso del mar quedaba para los que vivían cerca de él
y vivían de él.
Recuero
perfectamente el día que tomó la decisión: Se quedó petrificado ante su
inmensidad, hipnotizado por el movimiento de las olas, inhalando su olor de salitre
y algas hasta llenar sus pulmones, abriendo sus ojos hasta límites
insospechados para absorber su color y dejándose acariciar por la brisa..
Amancio de pie, atónito ante tanta belleza y sin articular palabra, alargó,
como un faro, su mirada hasta el infinito. Mientras el mar, a modo de caricias,
le enviaba olas que se le acercaban para olisquear sus zapatos del Gorila, así
se conocieron. Fue un amor a primera vista. De pronto dijo: «Amparito, yo seré
marino. Seré como Dick Sand». Luego se santiguó con agua del mar, cogió un
puñado de arena, lo besó y lo lanzó al mar.
Teníamos
catorce años, acabábamos de leer Un
capitán de quince años, estábamos de excursión en San Sebastián y además
Amancio Amantegui era un hombre de palabra.
«Amparito» ¡Hay
qué joderse! Así me llamaban, desde mi Primera Comunión, en el barrio. Sí desde
aquel día de la Ascensión —uno de esos jueves que brillan más que el Sol—, pasé
de Paquito, el hijo de la señora Amparo a Amparito. En el corazón de mi madre
ocupé el vacío dejado por mi padre, a quien no llegué a conocer, y a falta de
padre ella se hizo cargo de mí con tal tesón y sobreprotegiéndome de manera tan
absoluta y absurda que me convertí en su obsesión y a la vez en las bromas del
barrio, y de este modo, y bien que me jodía, pase de Paco a Amparito, pero
pronto llegué a la siguiente conclusión: Cuando un barrio se pone de acuerdo en
martirizarte, no luches contra él, date por vencido y a sonreír. Así que muy
poca gente conocía mi verdadero nombre, que por cierto y para que no se me
olvide, repetiré que era Paco. De tal forma llegué a acostumbrarme a mi nuevo
nombre, que si oía gritar Paco, nunca contestaba es más ni tan siquiera me
volvía, eso sí, en el colegio los profesores me llamaban Francisco. Por tanto
se puede decir que mi infancia, mi adolescencia y los principios de mi juventud
los viví con tres personalidades distintas: La de Paquito, Amparito y Francisco.
Amancio
Amantegui dijo sonriéndome a la vez que expulsaba el humo de un bisonte: «El día que te desfloren… correrá
de mi cuenta. Yo seré testigo de la pérdida de tu virginidad. Eso sí, habrás de
dejar el pabellón bien alto. ¡Ah! y una cosa: cuando te presente a la puta, a
la cual ya le he echado el ojo en un viaje que hice con mi tío a Zaragoza, no
le digas que te llamas Amparito, ¡Tú eres Paco y con dos cojones!».
Lo de mi
virginidad lo llevaba mal, pero Amancio parecía llevarlo peor.Él, haciendo gala
de psiquiatra avezado pronosticaba mi tardanza en el desfloramiento, por el
trauma que mi mote me había producido. Yo pensaba en el fondo: «¡Va! Chorradas
de Amancio», pero siempre estuve un punto preocupado por si mi amigo acertaba
en su pronóstico. Pero el hecho de ser todavía virgen no estaba exento de
numerosas intentonas, siempre acompañado de mi amigo, pero en la mayoría de
ellas, el que mojaba siempre era él y
yo me quedaba en eso, en un intento.
No hay persona
que no recuerde el primer beso, el primer fracaso a la hora de hacer el amor y
los chascos que uno se lleva pero que intenta borrarlos de su memoria. Yo tuve
tantos que pronto llené mi disco duro y ni tan siquiera quedaron archivados.
Amancio
Amantegui, diariamente, a las siete y media de la mañana abandonaba el barrio
en un Chevrolet línea Humphrey Bogart que le había regalado su tío, un indiano
que vino de Méjico montado en plata,
para desplazarse a un polígono industrial situado a las afueras de la ciudad.
Todos los días —según me contaba él— se tropezaba con una repartidora de pan,
de muy buen ver, dispuesta a todo y más valiente que el Cid. La llamaban Chuchurrusqui, por eso de los curruscos
del pan o por sus propios curruscos
El caso es que más de un día había llegado tarde a trabajar y la repartidora
hecho esperar a la parroquia por probar las tapicerías del Chevrolet. Me tenía
martirizado con la Chuchurrusqui contándome los revolcones que el espejo
retrovisor del coche había vivido. Con tanto realismo me narraba las cosas que
había noches que me quitaba el sueño y buena parte de la misma la dedicaba a
hacer pretecnología manual.
Un buen día,
uno de esos que uno está aburrido y hastiado por no saber qué hacer, me llamó
desde la calle a voz en grito: «¡Amparito, Amparito! ¡Prepárate! ¡Hoy es tu
día!». Me asomé por la ventana de mi cuarto un tanto asustado y preocupado por
si mi madre podía oírle, que por cierto era el ser más madrugador que he
conocido: «¡Chist!, calla te va a oír mi madre, está en casa». «¡Qué cojones me
va a oír tu madre! ¡Tira, prepárate, nos bajamos a Zaragoza! Hoy no voy a
currar me han hecho un encargo mis tías y, no me queda más remedio que hacerlo.
Venga baja de una vez y te cuento». No tardé ni un minuto, Amancio Amantegui me
esperaba con el motor del Chevrolet en marcha. Me abrió la puerta —cosa rara en
él— pues le fastidiaba un montón hacer de Bautista
y, sin más nos encaminamos hacia la carretera de Zaragoza. Ni tan siquiera le
dije nada a mi madre, ni una explicación, ni una despedida.
A la altura de
la Fombera, una finca situada a las afueras de la ciudad, me empezó a contar:
«Mis tías me mandan a Zaragoza a comprar una estufa catalítica, esas de…. Calientan Pero no queman calor blanco con
Butater», y Amancio Amantegui siguió tarareando la musiquilla del anuncio.
«Tienen una amistad en la fábrica —me siguió contando— y nos estará esperando.
Son tan roñosas que creen que les va a salir más barata; pero como no piensan,
no cuentan la sisada, el dinero que
me han dado para la gasolina y para echar
un bocao. Les va a salir por un ojo
de la cara. Pero hoy,¡Porque hoy amigo mío es tu día! ¡Amancio Amantegui y su
amigo Amparito mojan! Cargamos en el coche la estufa y en cuanto terminemos nos
vamos de niñas, así como suena. ¡Hoy nos iremos de niñas! ¿Hoy te estrenas!
Palabra de Amancio Amantegui. ¡Dentro de un rato Madrazo será nuestro!».
Mi amigo se
desenvolvía por Zaragoza como pez en el agua, conocía avenidas, calles y
callejuelas como la palma de su mano. Era instintivo, natural, se orientaba sin
dudar, ni preguntar, daba la sensación de haber estado allí toda su vida, era
prodigioso su don de orientación, era algo innato —se desenvuelve como los
grandes navegantes, pensé— y de pronto me vino la imagen de San Sebastián, el
día que vio por primera vez el mar.
La fábrica de
estufas se encontraba a las afueras de Zaragoza hacia Lerida en un polígono
industrial llamado Malpica. Era un pabellón enorme, con el techo de color azul
y el nombre de la marca cubriendo todo el frontis de la entrada, tenía cierto
aire a motel americano.
Amancio entró
en recepción, mientras yo esperaba en el interior del Chevrolet. Apenas pasaron
unos minutos cuando Amancio con un empleado y y una caja de cartón de tamaño
considerable, era la estufa catalítica esa de… calienta pero no quema… La cargamos sobre el viejo Chevrolet, la
aseguramos con unos pulpos y al grito de: ¡Zaragoza es nuestra! Nos dirigimos a
Madrazo.
Ni sabíamos lo
hora que era.
No dudó ni una
sola vez, de pronto nos encontramos frente a la puerta de un bar cuyo nombre
Flor del Bohío, se completaba tras unas intermitencias verdes y sugerentes.
Entramos.
El bar se
encontraba sin el ambiente ni la clientela que hubiera imaginado: Un camarero
con cara de rufián y una prostituta apoyada en la barra marcando sus nalgas en
una falda tubo —seis tallas más pequeñas de lo que le convenían—, que dejaba
bien marcada una faja necesaria a todas luces para sujetar sus voluminosas,
pero sensuales carnes. Me recordó por su postura a un cuadro de Dalí que pintó
a Gala mirando por la ventana. Su melena negra, ensortijada y ancha le caía
hasta la misma cintura cubriéndole incluso los hombros, dejando al descubierto
unos brazos que a primera vista parecían jóvenes. Su pelo, humedecido
artificialmente, brillaba como el azabache a pesar de las luces rojas del
local.
¡Quería verle
la cara! ¡Deseaba que fuese guapa o al menos atractiva! Pero seguía allí, de la
misma postura, inmóvil, apoyada en la barra, mostrándonos sus nalgas
reguardadas de toda mirada obscena por la coraza que formaba su faja.
Una lámpara
proyectaba sobre el mostrador un tronco de cono luminoso, por el ascendía una
hilera de humo de forma pausada, intermitente, que coincidía en el tiempo de
respirar de la mujer apoyada en la barra.
«¡Lorena! Hoy
tienes dos novilleros poco placeaos.
Es más diría que son becerristas», dijo el rufián de la barra mientras limpiaba
el carmín pegado en un vaso de tubo.
«Se equivoca
usted —respondió Amancio Amantegui— yo, hace tiempo que tomé la alternativa, y
además le diré que practico el toreo clásico: Ella abajo y yo arriba, como lo
hacen los buenos artistas. Pero hoy, Amparito viene a tomar la alternativa y a
poder ser con ese miura que hay en la barra … y le puedo asegurar que va a
salir por la puerta grande».
«Pues pa´llamase Amparito tiene cara de chico.
Yo los bollos me los tomo con café con leche. No los hago, pues a las claras
está que no soy panadera», dijo riéndose a carcajadas y enseñándonos un diente
de oro. «No hemos venido a amasar. He dicho que somos toreros y venimos a
picar. Mi amigo Amparito es un tío con dos cojones», respondió Amancio
Amantegui.
La mujer se
acercó hacia mí despacio, andando sensualmente, provocándome, con sus ojos
clavados en los míos. Se quedó parada a escasos centímetros de mí, y una vez me
tuvo a su alcance me echó mano al paquete. Me quedé petrificado, «Calzar, calza
bien. Luego ya veremos cómo cumple en la plaza. ¡Torero!», dijo rozándome con
su pecho y lanzándome el humo de su cigarrillo a la cara. Su perfume me
envolvió por completo y mi corazón se puso a latir a mil por hora, incluso me
pareció que las piernas se me doblaban.
«Antes de las corridas
suena la música y a mí la que más me gusta es la de Don Manuel»,
prosiguió sin dejar de mirarme a los ojos. «¿Qué Don Manuel?», preguntamos a
coro Amancio Amantegui y yo. «Don Manuel de Falla, el del careto de los
billetes de curso legal. Pero tampoco ascos al teatro, también me gusta Don
Jacinto», dijo con cierto sarcasmo y arrastrando las palabras. Yo no entendía
nada de nada, estaba totalmente mareado por la desazón y el perfume de la
mujer.
La indirecta,
Amancio la cogió al vuelo, se echó mano al bolsillo y enseñó un fajo de
billetes. «Primero iré yo. Luego Amparito», dijo mi amigo con aire de
superioridad. La mujer no dudó ni un instante, le cogió del brazo y ambos salieron del bar.
«¡Tómate una
copa chaval! —comenzó a hablar el rufián de la barra— La primera vez uno está
nervios, luego esto es como andar en bicicleta. ¡Jamás se olvida! Yo todavía me
acuerdo de la primera vez. ¡Joder! Elenita la
vaquera, una chica de mi pueblo, me hizo diabluras. Estaba muy enseñada,
desde chiquilla viendo follar a toros y vacas y la verdad que lo aprendió bien
de cojones. Nunca la olvidaré. Ni tan siquiera sé lo que me pudo llegar a
hacer, pero durante más de un año estuve soñando con ella». Igual que un
autómata me tomé lo que me puso, en ese momento ni sabía lo que me estaba tomando,
seguía anestesiado por el perfume de la mujer.
La espera se me
hizo eterna, y de pronto, así de pronto, cuándo menos lo esperaba se abrieron
paso entre la penumbra rojiza del bar, sonrientes. La mujer, con una sonrisa un
tanto torcida debida al cigarrillo que colgaba de sus labios. La de mi amigo,
con la de la satisfacción del deber cumplido; y eso, al que tiene que hacer el
mismo trabajo, no deja de joderle.
«¡Venga
Amparito! Es tu hora», dijo con ironía la mujer. Pero a mí me sonó más a
misterios dolorosos que a gozosos. Fuere como fuere, me vi subiendo unas
escaleras cutres, faltas de luz y con las paredes llenas de desconchones. A
tientas, la mujer abrió la puerta de una habitación. Creo que me empujó para
entrar, porque a punto estuve de echar a correr, y poco más recuerdo del
recinto en el que por primera vez iba a hacer el amor o ¿no debiera llamarlo
así?
Se tumbó encima
de mí, sus enormes pechos me ahogaban, pero no me importó, hacía rato que
estaba embriagado por su perfume barato y sofocante. Como un hombre aguanté los
tres primeros envites. Pero al llegar al juego, yo no tenía y ella llevaba
treinta y una. Me desarmó por completo y, pobre de mí, me rendí sin
condiciones. «¡Hala mi amor que la función ya ha terminado!». Y de sopetón me
vi en el mismo decorado: el bar, las luces rojas, el humo, y con los mismos
actores: el rufián, la mujer, Amancio Amantegui y yo, crucificado por sus
sonrisas irónicas y falsos parabienes.
Estaba deseando
escapar, salir de allí a cualquier precio, Amancio Amantegui se despidió de
todos por mí. «Ha sido un placer hacer negocios con ustedes, mi amigo Amparito
jamás podrá olvidar esta casa». Sin hablar ni una sola palabra al llegar a la
Fombera me preguntó «¿Cómo te ha ido? ¡Menuda mujer te has tirado pajarito!»
«Gracias, quizá
haya sido todo demasiado rápido ¿no?» «¿Bueno? Suele ser así la primera vez».
Me dejó en el
portal de mi casa. Mi madre debía llevar toda la tarde asomada a la ventana, pues
al verme hizo un gesto de preocupación con la cabeza. Al despedirme de mi amigo
me di cuenta que la estufa no estaba sobre el techo del Chevrolet.
«¡Joder! ¿La
estufa?», pregunté
«¿Qué estufa?»
«¿No me jodas?
¿No me digas que …? ¡No?
«Sí, Dales las
gracias a mis tías».
«¿Y qué les vas
a decir?»
«Nada. Puede
que nos la robaran mientras comíamos, por qué comimos ¿no?»
«El primer
restaurante nunca se olvida. ¡Hasta mañana!»
Tres meses
después recibí una carta desde el Ferrol, por aquel entonces del Caudillo.
Amancio Amantegui me comunicaba que se embarcaba en una corbeta rumbo a
Cartagena.