lunes, 10 de noviembre de 2014

LA MATRIZ CUATRO X CUATRO









LA MATRIZ 4X4



Para él, el sistema de referencia cartesiano era perfecto, Descartes había sido un genio, y tan convencido estaba de ello que para él, todo en la vida era un par de coordenadas. Para él no existían Jonathan García o Jennifer Fernández, tan sólo eran el punto (1,1) y el punto (2,3) del plano de la clase. Establecía una aplicación biyectiva entre los puntos, en este caso pupitres de la clase y el alumno.

Él, había distribuido las mesas en un perfecto entramado cuadricular. Había configurado la clase como si de una gran matriz se tratara. Su orden cuatro por cuatro, cuatro filas cuatro columnas. En su cuaderno del profesor, gentileza de la dirección del centro, no había nombre ni apellidos, solamente pares de elementos encerrados entre paréntesis. Coordenadas que iban desde el (1.1) hasta el (4,4). Para él, no era el aula 12 era la matriz cuadrangular de orden cuatro ubicada en la segunda planta del instituto.

La clase de forma prismática rectangular, fea hasta la saciedad, obscura y, a pesar de que pegados a la pared se encontraban unos radiadores pintados en rojo mazarrón, heladora. Las ventanas, cuyos cristales caminaban enloquecidamente hacia la translucidez, dejaban ver un paisaje totalmente urbano, edificios de mala calidad, ropas tendidas de los ventanales, antenas y contenedores de todo tipo: de basuras, de reciclaje de vidrios, ecológicos, de papel. La pared opuesta al ventanal estaba ocupada por una especie de armarios empotrados cuyas puertas, pintadas en un gris máquina herramienta, se asemejaban a los sarcófagos de los antiguos egipcios. El tráfico se apoderaba del espacio de las aulas y las maldiciones de los conductores se mezclaban con los teoremas de Pitágoras, de la altura, o de Rouché-Fröbenius.

Aquel día, él, subió cansinamente los veintidós escalones que conducían a la matriz cuadrangular de orden cuatro. Se sentó, la silla como siempre se encontraba cubierta de polvo de tiza, dejó la cartera sobre la mesa y con una mirada por encima de las gafas comprobó que ninguna célula de la matriz estaba vacía. “No falta nadie” – pensó.

Dudó en seguir explicando el espacio afín o preguntar. Miró fijamente al (1,1), un alumno peculiar, experto en hurgarse la nariz, hacer pelotillas con la materia orgánica que encontraba y tirarla contra el encerado describiendo un perfecto tiro parabólico. Apuntó contra una intersección de tres planos, que el profesor de dibujo había dejado perenne en el encerado, como si de una obra maestra de Picasso se tratase. El (1,1) falló, pero no se desanimó siguió buscando más munición en el caño izquierdo de su nariz, ancha y opulenta por el maltrato que el dedo índice le aplicaba a diario.

La (2,3) era una muchacha de risa fácil, mejor dicho era un cuerpo pegado a una sonrisa perpetua. Cualquier motivo era bueno para echarse una carcajada sonora y contagiosa. “Hoy hablaremos de Cramer” –. Y entonces la voz de él era cortada por un sonoro ¡Ja, ja, ja, ja!

En el habitáculo (2,4) residía una muchacha arisca, desagradable y mal educada. Hablaba con gesto de asco y acento barriobajero y para ella los determinantes, sistemas de ecuaciones, límites y derivadas no pasaban de ser pandilleros que intentaban putearla de mala manera.

Los elementos (1,2), (1,3), (1,4), (2,1) y (2,2) estaban infectados por el mal de las Matemáticas, enfermedad altamente contagiosa y que se transmite de generación en generación. Estaban en la unidad de cuidadas intensivos y jamás llegarían a superar la unidad. A pesar de haber sido tratados con números complejos.

La fila tres columnas una, dos tres y cuatro, era la realidad de la clonación, la simbiosis perfecta. Diríase que Alejandro Dumas inventó el lema de los mosqueteros al conocerlos en una anterior reencarnación. Para ellos estaba de más el espacio afín. El único espacio que conocían era el de las discotecas y el de los bares de la zona los fines de semana. Ellos jamás habían entendido lo de la ecuación de la recta, sólo les interesaban las curvas, las cónicas y las superficies.

La última fila era el Limbo, el lugar de los justos, el cielo de los catatónicos. Desde el (4,1) hasta el (4,4), todos sin excepción habían buscado refugio en la isla de la ciencia sin saber por qué. Sus bocas abiertas dejaban al descubierto sus muelas careadas por el abuso de las golosinas, y sus cuerpos obesos manifestaban, muy a las claras, que preferían un donut o una palmera de chocolate a aplicar la regla de Cramer.

Contempló al (4,4), un chico flaco, desgarbado, con la mirada perdida en el infinito y que cada vez que se le preguntaba por el seno de treinta grados, se volvía para mirar los pechos de la (4,3). Por primera vez se asustó de aquella matriz y se compareció de sí mismo. “¡Dios, cómo puedo desparramar mi ciencia sobre estas cabezas!” – se dijo -. Se acomodó en la silla e intentó parapetarse tras la mesa. Al removerse, notó un fuerte pinchazo en el pecho. Pensó en Descartes, Fermat, Cauchy, Taylor y Poincaré, fue inútil. La pelotilla lanzada por (1,1) le había acertado en pleno corazón

LA ALTERNATIVA DE AMPARITO

LA ALTERNATIVA DE AMPARITO

  Mi amigo Amancio Amantegui acababa de sacarse el carné de conducir, había cumplido veintiún años y estaba a punto de ingresar en la Marina. Aquello de la Armada me descolocaba, no concebía su empeño por enrolarse con algo tan fuera de lugar, tan raro, tan extraño. ¡No lo entendía! No entendía cómo un hombre de secano, de tierra adentro, sin saber nadar, podía embarcarse en aquella aventura. Ni tan siquiera podía imaginármelo andando por cubierta abriendo al máximo el compás de sus piernas y, sobre todo, vestido con el uniforme complementario. ¡Joder después de los lloros que le costó hacer la Primera Comunión de marinero! Puede que eso —lo de hacer la Primera Comunión de uniforme— le marcara, porque a mí la mía me marcó hasta la médula. Mi madre me disfrazó de Príncipe de Gales con puntillas y chorreras a doquier y, no conforme con esto, expuso las fotografías, para alegría y regocijo de toda la ciudadanía, en el escaparate de un afamado estudio fotográfico; y esto les puedo que marca de verdad. Personalmente lo de Amancio Amantegui, lo consideraba un gran error, eso del mar quedaba para los que vivían cerca de él y vivían de él.
Recuero perfectamente el día que tomó la decisión: Se quedó petrificado ante su inmensidad, hipnotizado por el movimiento de las olas, inhalando su olor de salitre y algas hasta llenar sus pulmones, abriendo sus ojos hasta límites insospechados para absorber su color y dejándose acariciar por la brisa.. Amancio de pie, atónito ante tanta belleza y sin articular palabra, alargó, como un faro, su mirada hasta el infinito. Mientras el mar, a modo de caricias, le enviaba olas que se le acercaban para olisquear sus zapatos del Gorila, así se conocieron. Fue un amor a primera vista. De pronto dijo: «Amparito, yo seré marino. Seré como Dick Sand». Luego se santiguó con agua del mar, cogió un puñado de arena, lo besó y lo lanzó al mar.
Teníamos catorce años, acabábamos de leer Un capitán de quince años, estábamos de excursión en San Sebastián y además Amancio Amantegui era un hombre de palabra.
«Amparito» ¡Hay qué joderse! Así me llamaban, desde mi Primera Comunión, en el barrio. Sí desde aquel día de la Ascensión —uno de esos jueves que brillan más que el Sol—, pasé de Paquito, el hijo de la señora Amparo a Amparito. En el corazón de mi madre ocupé el vacío dejado por mi padre, a quien no llegué a conocer, y a falta de padre ella se hizo cargo de mí con tal tesón y sobreprotegiéndome de manera tan absoluta y absurda que me convertí en su obsesión y a la vez en las bromas del barrio, y de este modo, y bien que me jodía, pase de Paco a Amparito, pero pronto llegué a la siguiente conclusión: Cuando un barrio se pone de acuerdo en martirizarte, no luches contra él, date por vencido y a sonreír. Así que muy poca gente conocía mi verdadero nombre, que por cierto y para que no se me olvide, repetiré que era Paco. De tal forma llegué a acostumbrarme a mi nuevo nombre, que si oía gritar Paco, nunca contestaba es más ni tan siquiera me volvía, eso sí, en el colegio los profesores me llamaban Francisco. Por tanto se puede decir que mi infancia, mi adolescencia y los principios de mi juventud los viví con tres personalidades distintas: La de Paquito, Amparito y Francisco.
Amancio Amantegui dijo sonriéndome a la vez que expulsaba el humo de un bisonte: «El día que te desfloren… correrá de mi cuenta. Yo seré testigo de la pérdida de tu virginidad. Eso sí, habrás de dejar el pabellón bien alto. ¡Ah! y una cosa: cuando te presente a la puta, a la cual ya le he echado el ojo en un viaje que hice con mi tío a Zaragoza, no le digas que te llamas Amparito, ¡Tú eres Paco y con dos cojones!».
Lo de mi virginidad lo llevaba mal, pero Amancio parecía llevarlo peor.Él, haciendo gala de psiquiatra avezado pronosticaba mi tardanza en el desfloramiento, por el trauma que mi mote me había producido. Yo pensaba en el fondo: «¡Va! Chorradas de Amancio», pero siempre estuve un punto preocupado por si mi amigo acertaba en su pronóstico. Pero el hecho de ser todavía virgen no estaba exento de numerosas intentonas, siempre acompañado de mi amigo, pero en la mayoría de ellas, el que mojaba siempre era él y yo me quedaba en eso, en un intento.
No hay persona que no recuerde el primer beso, el primer fracaso a la hora de hacer el amor y los chascos que uno se lleva pero que intenta borrarlos de su memoria. Yo tuve tantos que pronto llené mi disco duro y ni tan siquiera quedaron archivados.
Amancio Amantegui, diariamente, a las siete y media de la mañana abandonaba el barrio en un Chevrolet línea Humphrey Bogart que le había regalado su tío, un indiano que vino de Méjico montado en plata, para desplazarse a un polígono industrial situado a las afueras de la ciudad. Todos los días —según me contaba él— se tropezaba con una repartidora de pan, de muy buen ver, dispuesta a todo y más valiente que el Cid. La llamaban Chuchurrusqui, por eso de los curruscos del pan o por sus propios curruscos El caso es que más de un día había llegado tarde a trabajar y la repartidora hecho esperar a la parroquia por probar las tapicerías del Chevrolet. Me tenía martirizado con la Chuchurrusqui  contándome los revolcones que el espejo retrovisor del coche había vivido. Con tanto realismo me narraba las cosas que había noches que me quitaba el sueño y buena parte de la misma la dedicaba a hacer pretecnología manual.
Un buen día, uno de esos que uno está aburrido y hastiado por no saber qué hacer, me llamó desde la calle a voz en grito: «¡Amparito, Amparito! ¡Prepárate! ¡Hoy es tu día!». Me asomé por la ventana de mi cuarto un tanto asustado y preocupado por si mi madre podía oírle, que por cierto era el ser más madrugador que he conocido: «¡Chist!, calla te va a oír mi madre, está en casa». «¡Qué cojones me va a oír tu madre! ¡Tira, prepárate, nos bajamos a Zaragoza! Hoy no voy a currar me han hecho un encargo mis tías y, no me queda más remedio que hacerlo. Venga baja de una vez y te cuento». No tardé ni un minuto, Amancio Amantegui me esperaba con el motor del Chevrolet en marcha. Me abrió la puerta —cosa rara en él— pues le fastidiaba un montón hacer de Bautista y, sin más nos encaminamos hacia la carretera de Zaragoza. Ni tan siquiera le dije nada a mi madre, ni una explicación, ni una despedida.
A la altura de la Fombera, una finca situada a las afueras de la ciudad, me empezó a contar: «Mis tías me mandan a Zaragoza a comprar una estufa catalítica, esas de…. Calientan Pero no queman calor blanco con Butater», y Amancio Amantegui siguió tarareando la musiquilla del anuncio. «Tienen una amistad en la fábrica —me siguió contando— y nos estará esperando. Son tan roñosas que creen que les va a salir más barata; pero como no piensan, no cuentan la sisada, el dinero que me han dado para la gasolina y para echar un bocao. Les va a salir por un ojo de la cara. Pero hoy,¡Porque hoy amigo mío es tu día! ¡Amancio Amantegui y su amigo Amparito mojan! Cargamos en el coche la estufa y en cuanto terminemos nos vamos de niñas, así como suena. ¡Hoy nos iremos de niñas! ¿Hoy te estrenas! Palabra de Amancio Amantegui. ¡Dentro de un rato Madrazo será nuestro!».
Mi amigo se desenvolvía por Zaragoza como pez en el agua, conocía avenidas, calles y callejuelas como la palma de su mano. Era instintivo, natural, se orientaba sin dudar, ni preguntar, daba la sensación de haber estado allí toda su vida, era prodigioso su don de orientación, era algo innato —se desenvuelve como los grandes navegantes, pensé— y de pronto me vino la imagen de San Sebastián, el día que vio por primera vez el mar.
La fábrica de estufas se encontraba a las afueras de Zaragoza hacia Lerida en un polígono industrial llamado Malpica. Era un pabellón enorme, con el techo de color azul y el nombre de la marca cubriendo todo el frontis de la entrada, tenía cierto aire a motel americano.
Amancio entró en recepción, mientras yo esperaba en el interior del Chevrolet. Apenas pasaron unos minutos cuando Amancio con un empleado y y una caja de cartón de tamaño considerable, era la estufa catalítica esa de… calienta pero no quema… La cargamos sobre el viejo Chevrolet, la aseguramos con unos pulpos y al grito de: ¡Zaragoza es nuestra! Nos dirigimos a Madrazo.
Ni sabíamos lo hora que era.
No dudó ni una sola vez, de pronto nos encontramos frente a la puerta de un bar cuyo nombre Flor del Bohío, se completaba tras unas intermitencias verdes y sugerentes. Entramos.
El bar se encontraba sin el ambiente ni la clientela que hubiera imaginado: Un camarero con cara de rufián y una prostituta apoyada en la barra marcando sus nalgas en una falda tubo —seis tallas más pequeñas de lo que le convenían—, que dejaba bien marcada una faja necesaria a todas luces para sujetar sus voluminosas, pero sensuales carnes. Me recordó por su postura a un cuadro de Dalí que pintó a Gala mirando por la ventana. Su melena negra, ensortijada y ancha le caía hasta la misma cintura cubriéndole incluso los hombros, dejando al descubierto unos brazos que a primera vista parecían jóvenes. Su pelo, humedecido artificialmente, brillaba como el azabache a pesar de las luces rojas del local.
¡Quería verle la cara! ¡Deseaba que fuese guapa o al menos atractiva! Pero seguía allí, de la misma postura, inmóvil, apoyada en la barra, mostrándonos sus nalgas reguardadas de toda mirada obscena por la coraza que formaba su faja.
Una lámpara proyectaba sobre el mostrador un tronco de cono luminoso, por el ascendía una hilera de humo de forma pausada, intermitente, que coincidía en el tiempo de respirar de la mujer apoyada en la barra.
«¡Lorena! Hoy tienes dos novilleros poco placeaos. Es más diría que son becerristas», dijo el rufián de la barra mientras limpiaba el carmín pegado en un vaso de tubo.
«Se equivoca usted —respondió Amancio Amantegui— yo, hace tiempo que tomé la alternativa, y además le diré que practico el toreo clásico: Ella abajo y yo arriba, como lo hacen los buenos artistas. Pero hoy, Amparito viene a tomar la alternativa y a poder ser con ese miura que hay en la barra … y le puedo asegurar que va a salir por la puerta grande».
«Pues pa´llamase Amparito tiene cara de chico. Yo los bollos me los tomo con café con leche. No los hago, pues a las claras está que no soy panadera», dijo riéndose a carcajadas y enseñándonos un diente de oro. «No hemos venido a amasar. He dicho que somos toreros y venimos a picar. Mi amigo Amparito es un tío con dos cojones», respondió Amancio Amantegui.
La mujer se acercó hacia mí despacio, andando sensualmente, provocándome, con sus ojos clavados en los míos. Se quedó parada a escasos centímetros de mí, y una vez me tuvo a su alcance me echó mano al paquete. Me quedé petrificado, «Calzar, calza bien. Luego ya veremos cómo cumple en la plaza. ¡Torero!», dijo rozándome con su pecho y lanzándome el humo de su cigarrillo a la cara. Su perfume me envolvió por completo y mi corazón se puso a latir a mil por hora, incluso me pareció que las piernas se me doblaban.
«Antes de las corridas  suena la música y a mí la que más me gusta es la de Don Manuel», prosiguió sin dejar de mirarme a los ojos. «¿Qué Don Manuel?», preguntamos a coro Amancio Amantegui y yo. «Don Manuel de Falla, el del careto de los billetes de curso legal. Pero tampoco ascos al teatro, también me gusta Don Jacinto», dijo con cierto sarcasmo y arrastrando las palabras. Yo no entendía nada de nada, estaba totalmente mareado por la desazón y el perfume de la mujer.
La indirecta, Amancio la cogió al vuelo, se echó mano al bolsillo y enseñó un fajo de billetes. «Primero iré yo. Luego Amparito», dijo mi amigo con aire de superioridad. La mujer no dudó ni un instante, le cogió  del brazo y ambos salieron del bar.
«¡Tómate una copa chaval! —comenzó a hablar el rufián de la barra— La primera vez uno está nervios, luego esto es como andar en bicicleta. ¡Jamás se olvida! Yo todavía me acuerdo de la primera vez. ¡Joder! Elenita la vaquera, una chica de mi pueblo, me hizo diabluras. Estaba muy enseñada, desde chiquilla viendo follar a toros y vacas y la verdad que lo aprendió bien de cojones. Nunca la olvidaré. Ni tan siquiera sé lo que me pudo llegar a hacer, pero durante más de un año estuve soñando con ella». Igual que un autómata me tomé lo que me puso, en ese momento ni sabía lo que me estaba tomando, seguía anestesiado por el perfume de la mujer.
La espera se me hizo eterna, y de pronto, así de pronto, cuándo menos lo esperaba se abrieron paso entre la penumbra rojiza del bar, sonrientes. La mujer, con una sonrisa un tanto torcida debida al cigarrillo que colgaba de sus labios. La de mi amigo, con la de la satisfacción del deber cumplido; y eso, al que tiene que hacer el mismo trabajo, no deja de joderle.
«¡Venga Amparito! Es tu hora», dijo con ironía la mujer. Pero a mí me sonó más a misterios dolorosos que a gozosos. Fuere como fuere, me vi subiendo unas escaleras cutres, faltas de luz y con las paredes llenas de desconchones. A tientas, la mujer abrió la puerta de una habitación. Creo que me empujó para entrar, porque a punto estuve de echar a correr, y poco más recuerdo del recinto en el que por primera vez iba a hacer el amor o ¿no debiera llamarlo así?
Se tumbó encima de mí, sus enormes pechos me ahogaban, pero no me importó, hacía rato que estaba embriagado por su perfume barato y sofocante. Como un hombre aguanté los tres primeros envites. Pero al llegar al juego, yo no tenía y ella llevaba treinta y una. Me desarmó por completo y, pobre de mí, me rendí sin condiciones. «¡Hala mi amor que la función ya ha terminado!». Y de sopetón me vi en el mismo decorado: el bar, las luces rojas, el humo, y con los mismos actores: el rufián, la mujer, Amancio Amantegui y yo, crucificado por sus sonrisas irónicas y falsos parabienes.
Estaba deseando escapar, salir de allí a cualquier precio, Amancio Amantegui se despidió de todos por mí. «Ha sido un placer hacer negocios con ustedes, mi amigo Amparito jamás podrá olvidar esta casa». Sin hablar ni una sola palabra al llegar a la Fombera me preguntó «¿Cómo te ha ido? ¡Menuda mujer te has tirado pajarito!»
«Gracias, quizá haya sido todo demasiado rápido ¿no?» «¿Bueno? Suele ser así la primera vez».
Me dejó en el portal de mi casa. Mi madre debía llevar toda la tarde asomada a la ventana, pues al verme hizo un gesto de preocupación con la cabeza. Al despedirme de mi amigo me di cuenta que la estufa no estaba sobre el techo del Chevrolet.
«¡Joder! ¿La estufa?», pregunté
«¿Qué estufa?»
«¿No me jodas? ¿No me digas que …? ¡No?
«Sí, Dales las gracias a mis tías».
«¿Y qué les vas a decir?»
«Nada. Puede que nos la robaran mientras comíamos, por qué comimos ¿no?»
«El primer restaurante nunca se olvida. ¡Hasta mañana!»

Tres meses después recibí una carta desde el Ferrol, por aquel entonces del Caudillo. Amancio Amantegui me comunicaba que se embarcaba en una corbeta rumbo a Cartagena.

LOS CALCETINES ASESINOS

Los calcetines asesinos


LOS CALCETINES ASESINOS




Sentado en una de las banquetas de la cocina, tatuado con esa expresión de agotamiento del recién levantado, el codo apoyado sobre la mesa y la cabeza reposando sobre la palma de mano, intentaba contar los infinitos giros, a diestro y a siniestro, que el tambor de la lavadora ejercitaba a ritmo de aeróbic. Totalmente hipnotizado, con la mirada puesta sobre el ojo de buey de la máquina no presté ninguna atención a la salida del café; a pesar de que la cafetera, una de esas de toda la vida, me avisaba lanzando al espacio bocanadas de vapor.

Un calcetín, a punto de quedar sumergido bajo una ola espumosa, cruzó una mirada conmigo; no sé, a ciencia cierta, si pidiéndome auxilio o maldiciéndome por haberle metido en aquel artilugio rotatorio. Tuve que apartar la mirada. Me levanté a retirar la cafetera del fuego y me serví un café, sin perder de vista a la lavadora, mirándola de reojo, a hurtadillas.

Deposité dos cucharadas de azúcar y, como un autómata, comencé a dar vueltas al ritmo que me marcaba la lavadora. De entre la espuma surgió una camisa de cuadros rojos y verdes, retorcida por los continuos giros. Las arrugas le daban un aire de ferocidad terrible y los ríos de agua que discurrían por ellas se asemejaban a las babas de las fieras que tienen a su presa al alcance de sus fauces. En un décima de segundo se tragó al calcetín. La escena me sobrecogió, apuré el vaso de café con el fin de recuperarme, pero nada, seguía allí, hipnotizado esperando el final del lavado.

Me pareció oír un grito de auxilio, un sinfín de calcetines nadaban en ayuda de su hermano. Rodearon a la camisa, y se lanzaron a un feroz ataque mordisqueándola sin parar. Un relé se activó originando un salto del programa de lavado. El nivel del agua y espuma fue bajando a medida que la electroválvula de achique ejecutaba su labor. El programa de lavado acababa de llevar a cabo su penúltima operación, el motor se aceleró, la lavadora parecía intentar saltar, yo seguía con la mirada fija en la puerta transparente y circular de la lavadora. El tambor comenzó a girar dejando ver a través del cristal de su ojo de buey un amasijo de ropa de distintos colores. Los calcetines guerreros habían desaparecido, quizá devorados por la camisa de cuadros rojos y verdes.

Recordé la fórmula de la fuerza centrífuga: “La masa por la velocidad al cuadrado partido por el radio de giro”. “He ahí un ejemplo práctico de la jodida fuerza”- me dije – mientras seguía sin apartar la vista de la lavadora. El centrifugado había actuado como fuerza de paz entre los calcetines y el resto de la ropa de color. Al cesar el secado, un calcetín herido de muerte cayó sin vida desde la parte superior del tambor de la lavadora hasta el fondo del mismo. Allí, inmóvil, agotada por el fragor de la batalla permanecía la maltrecha camisa de cuadros rojos y verdes, apenas se inmutó. La colada había concluido.

Me levanté de la banqueta como un robot, deposité el vaso de café en el fregadero. Luego, abrí la puerta de la lavadora para sacar la ropa y tenderla en la terraza a la espera de un secado perfecto. Un olor, mezcla de aromas de suavizante y detergente biodegradable, se adueñó del umbral de mi sentido del olfato y del habitáculo de la cocina. A ciegas, intentando dar con la camisa de cuadros rojos y verdes palpe entre la ropa húmeda, la textura del tejido me indicó que ya era mía. Intenté sacarla, no pude. Probé de nuevo, fue imposible. Me agaché hasta la misma boca de carga para ver cual era el problema, justo en el momento en que mi cabeza se adentraba ligeramente en la cavidad de la lavadora, el ejército de calcetines negros, marrones y azules se abalanzó sobre mí pegándose a mi rostro como verdaderas sanguijuelas. A manotazos traté de quitármelos, fue imposible. Totalmente histérico emprendí, a lo largo del pasillo, una vertiginosa carrera, arrancándome de mi cara los malditos calcetines y estrellándolos con violencia contra las paredes del corredor.

Al llegar a la puerta de acceso al piso caí sin sentido y desangrado, un calcetín marrón me había clavado sus incisivos en la yugular.

sábado, 5 de julio de 2014

3x5+1 poemas



MI VECINA
 
A través del tabique,
que nos separaba
oía tus risas
Tu pasión
Sus promesas de amor
Sus besos
Su tos
Con el tiempo:
A través del tabique,
que nos separaba
Sentí tu miedo
Tus lloros
 Tus lágrimas
Tus lamentos
Su puño sobre tu cara
Sus amenazas
Sus maldiciones
Sus juramentos
Hasta aquel día
que dijiste basta
Si aquel día
Llamaste a la puerta de mi casa
Gemías
Llorabas
Temblabas
No por los golpes de tu cara
Sino por las heridas de tu alma
Y mientras te abrazabas a mi cuerpo
Buscando comprensión y consuelo
Entonces
A través del tabique
Que nos separaba
De nuevo
escuchamos
la voz  de tu amante
Rogando tu vuelta
Oímos
Una a una
Sus mentiras
                            Sus disculpas
                            Sus traiciones
                             Pero tú, ya
      No oías nada
habías dicho basta







Cuando el dolor

se hizo patente

en demasía

y…

mi cuerpo,

se rindió sin condiciones

a sus requerimientos

Entonces…

tus manos

se fundieron  con las mías

animándome

 

Cuando mi alma

le entregó el último bastión

vivo y sano de mi cuerpo

y…

ni drogas

ni calmantes

pudieron detenerlo

Cuando vomitando

entre las cuatro paredes

De aquel viejo retrete

Se me escapaba

la vida a borbotones

Entonces…

tus manos

sujetaron mi frente

consolándome

 

Cuando me abandonó

la dignidad

que todo hombre merece

y asustado,

 busqué consuelo en tu mirada

Entonces…

tus manos

se entrelazaron con las mías

relajándome

 

Cuando

la respiración

se volvió una pesada carga

y un último dolor

arrancó mi alma

Tú me miraste a los ojos

con firmeza

Y…

Entonces, tus manos

elevaron mi cabeza

para besarme

 

Cuando el tren partió

hacia ese destino

del que nadie vuelve

Entonces…

 Una de tus manos

Me lanzó un beso

La otra

se agitaba en el vacío

despidiéndome


Desde la cresta de una ola
Conocí el mundo
Luego, sin quererlo
descendí a los abismos,
y allí supe de otros nuevos:
el frío, la soledad y el miedo.
A ti, a él, a ella, a vosotros
Os conocí arriba
y os recordé abajo
Desesperado
 Levanté mis brazos pidiendo ayuda.
 No me tendisteis ninguna
Impasibles,
 seguisteis contemplando,
                     como desde el fondo de la ola
                                     Aterrado
  Buscaba miradas cómplices y amigas
Pero, cerrasteis los ojos
Nadie cruzó su mirada con la mía
Y a pesar de mis gritos de auxilio
Nada dijisteis
Sólo callasteis
Permanecisteis mudos
 Escondidos
En la cresta  de otra ola

miércoles, 23 de abril de 2014

¡HASTA PRONTO!


«¡Hasta pronto!, me dijo y colgó el teléfono. Me quedé pegado; mirando con cara de tonto la pantalla de mi nuevo Smartphone de 4 Gigas y con conexión a Internet. Me vi en una estación de ferrocarril, justo en el momento de arrancar el tren cuando a través de la ventana del vagón intuyes un ¡Hasta pronto! lanzado desde el interior del vagón y con deseos de volver a verse.
Este no era el caso.
Tardé varios segundos en reaccionar. Estaba en compañía de una silueta dibujada en la pantalla de mi Smartphone 4 Gigas, que sonreía irónicamente y una nota escueta y real: llamada finalizada.
 El ¡Hasta pronto! resonaba en mi cabeza como una migraña «¡Joder! Esto me suena a despedida definitiva», pensé, mientras dudaba en volver a marcar, pero no lo hice, el ¡Hasta pronto! cayó en mí como una orden militar: no se te vuelva ocurrir ni por casualidad llamarme en tu puta vida.
Busqué una botella de güisqui de malta, que guardaba para los malos ratos, me serví una copa y me la bebí a palo seco pero sin dejar de mirar mi Smartphone de 4 Gigas por si sonaba de nuevo ¡Qué ingenuo!
 Ni su nombre, ni su número aparecieron jamás en su pantalla.
Así que lo dejé pasar, pero nunca pronuncie en mi vida un ¡Hasta pronto! Me pasé al: ¡No tardes en volver! ¡Pásalo bien! ¡Nos vemos! ¡Te espero! ¡Mándame un e-mail! ¡Llámame! O sencillamente ¡Adiós o Vete y no vuelvas nunca jamás! Como decía la canción.
Aquel batacazo amoroso dejó tocado y hundido mi ego y sobre todo mi vanidad de hombre. El ¡Hasta pronto! Ni me lo había imaginado, ni lo había visto venir y eso me agobiaba.
Comencé a sufrir una total inseguridad ante todo con las mujeres. Había sido un pardillo total y yo creyéndome Superman.
Fue un verdadero palo.
Pero no hay una sola noche que a la hora de acostarme no me pregunte: «¿Qué había hecho mal? ¿Por qué aquello sucedió tan de repente? ¿Pero qué?»
No encontré respuesta a tanta pregunta, pero la realidad es terca y yo de la noche a la mañana me quedé compuesto y sin pareja.
A pesar de todo jamás borre su número de teléfono de mi Smartphone.

Era invierno de un año que ni tan siquiera recuerdo.

sábado, 8 de marzo de 2014

El Bar de Los Recuerdos


Llegó a casa con la emoción de la adolescente que se va de vacaciones por primera vez. Llamó a Fran desde la misma puerta, no recibió contestación, tampoco Lucas salió a recibirla: «Estará sacando al perro» pensó, mientras se cambiaba de ropa y se ponía más cómoda. Luego lo meditó mejor y una vez que estaba desnuda, decidió darse un baño, le dio la sensación de que olía a anestesia.

Desde la bañera oyó como Fran abría la puerta y el corretear de Lucas por el pasillo: «Fran, estoy bañándome.»

Fran entreabrió la puerta del cuarto de baño y allí estaba, como una diosa griega en el teatro de las Termas de Epidauro. El vapor del agua caliente había humedecido su piel y miles de gotas se habían condensado por el torso de su cuerpo, restos de espuma rodeaban sus senos y sus pezones turgentes provocaron en Fran una erección inmediata que hizo que se despojara de su ropa y se adentrara junto a ella en esa agua cálida y cargada de deseo. Begoña, asustada por la reacción de su compañero, lo miró con una mezcla de dulzura y lujuria. Pero él podía notar el ansia de placer, ese deseo de ser poseída y de poseerlo, de sentirlo muy dentro, hasta sus entrañas. Fran introdujo, en el interior de la bañera, una de sus manos, buscando hasta encontrar una humedad distinta a la del agua. La apresó y entonces Begoña curvó su espalda hasta que su melena rozó la espuma que naufragaba por la bañera. Su piel se erizó y asomaron sus pechos escalofriados. Fran, preso de sus miedos y fobias, se sintió mareado y a punto estuvo de tirar la toalla. Pero Begoña buscó su miembro viril, fuerte, firme y cálido. Ella ansiaba sentirlo en su interior mojado y latente, se acercó despacio, le lamió su hombro, su cuello, luego penetró su lengua nerviosa en la boca de él. Se abrazaron fogosamente y se besaron como si fuese la primera vez.

La bañera fue la celestina  de esta historia de amor y un vaivén de espuma testigo de cargo de la misma.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez.

sábado, 22 de febrero de 2014

Silencios Muertos


OTOÑO DEL 2007


Era una tarde gris, ventosa, desapacible y, sobre todo, triste, jodidamente triste. Una de esas tardes en las que sientes las primeras zancadas del frío. Una de esas tardes, que se convierten en antesala del invierno. Una de esas tardes en que cientos de hojas pardas y amarillas deambulan por jardines y plazas a voluntad del viento. Una de esas tardes de mesa camilla y partida de brisca. Una de esas tardes de café con leche y galletas recién horneadas. Una de esas tardes de hogar encendido y olor a haya. Una de esas tardes, en la que la línea quebrada, que los montes lejanos dibujan en el horizonte, desaparece bajo una neblina traslúcida y húmeda.

Así, que envuelto en mi viejo albornoz de rayas verticales rojas y blancas, uno de esos de toda la vida, me quedé absorto mirando por la ventana intentando encontrar ese punto del infinito en el que habitan los recuerdos. Me estremecí y por un momento pensé haberlo hallado. Nada más lejos de la realidad. Lucas, mi perro, abrió un ojo, levantó las orejas, me miró con desprecio, y tras un gesto de resignación acompañado de un soplido, dejó caer el párpado y siguió a lo suyo, es decir, a dormir cual largo era en el tresillo del que se había apoderado desde el primer día en que llegó a casa.

 Esa tarde, y sin encontrar razón alguna, todo parecía moverse a cámara lenta: el tic tac del reloj de pared, el ascenso del humo de las chimeneas de las casas vecinas, el desplazamiento de las nubes, el andar de la gente, mis pasos por el salón, el crepitar de las ascuas en el hogar, la forma de empañarse los cristales, mis movimientos circulares con la mano tratando de evitar la formación del vaho en la ventana. Algo o alguien trataban de ralentizar mi tiempo. Me pregunté ¿por qué? Lucas levantó de nuevo su oreja derecha, abrió el ojo del mismo lado, y me lanzó una maldición con un gruñido de protesta. Abandoné el salón, pero esa tarde Lucas no me siguió, y eso todavía me confundió mucho más.

Una ducha caliente me reconfortó. Salí del cuarto de baño embutido en el albornoz, y me dirigí al dormitorio. Busqué en uno de los cajones un calzoncillo, fiel a mi costumbre desestimé el primer calzoncillo y el primer par de calcetines, elegí camisa, corbata y traje y comencé a engalanarme como un novio a punto de pasar por el altar. Todo parecía ir a la velocidad adecuada, incluso el tic tac del reloj de pared parecía haber encontrado su ritmo. Eso me animó.

Terminado el ritual, me di el visto bueno en el espejo del armario del dormitorio.

—Voy hecho un pincel —me dije para darme moral.

Regresé al salón. En el hogar se consumían sin prisa, sin un atisbo de humo dos troncos. Instintivamente avivé el fuego con un viejo atizador de metal. Cogí, las llaves del coche, y la cartera, miré en su interior, todo estaba en perfecto orden y la cantidad de dinero me pareció suficiente.

 —Está bien. Un viaje menos al cajero —pensé, mientras me metía la billetera en el bolsillo de la americana. Llamé a Lucas con nuestro acordado silbido. Se estiró en su tresillo, y a un paso lento y cansino se aproximó.

Al verme levantó, esta vez, las dos orejas y abrió los ojos todo lo que sus párpados le permitieron, movió el rabo de lado a lado y me enseñó los colmillos, era su forma de sonreírme o eso me parecía.

—¡Al balcón! —le ordené de forma autoritaria y señalándole con el brazo la dirección del mirador.

No obedeció, siguió sonriéndome para ablandarme, por primera vez no cedí a sus súplicas.

—¡Al balcón! —ordené de nuevo.

Lucas pareció obedecerme, fue una ilusión. El tintineo de las llaves pudo más que el deber de la obediencia, se abalanzó sobre mí realizando mil cabriolas y moviendo su rabo sin cesar. En uno de sus saltos rasgó el pantalón del traje negro con brillos de alpaca, justo aquel que me había comprado en los tiempos en que estuve tentado y atrapado por la política pensando que tanto él, mi traje negro italiano, como yo seríamos de utilidad, él a mi buen vestir y yo a la sociedad. Craso error y nada más lejos de la realidad. Tras unos leves recordatorios al Sumo Hacedor y a los ancestros de mi perro, sonreí. Se había roto el único lazo de unión que hasta entonces mantenía con la política y con la clase política. Esos seres que visten diariamente traje y unas corbatas chillonas, desde mi punto de vista, horrorosas.

El problema era simple: no disponía de otro traje, y el siete en el pantalón era considerable. Me despojé de él y rebusque en el armario. Encontré otros pantalones, que me parecieron que combinaban perfectamente con la chaqueta del traje herido y no le di más vueltas, salvo perder más tiempo y correr el riesgo de no llegar a tiempo a la presentación y entrega del primer premio de novela de mi ciudad, uno de los más importantes del panorama literario.  

Esa tarde gris y triste, jodidamente triste, cogí el coche con las mismas ganas que tenía de picar piedra o cavar una zanja de dos metros de profundidad y siete de ancho. La niebla estaba dejándose caer al valle y la temperatura para esas fechas del año era bastante baja. Antes de montarme en el coche busqué de nuevo ese punto del infinito por el que vagan los recuerdos, pero a pesar del esfuerzo el intento fue baldío. Así que me reconforté en el coche, arranqué, metí primera y me dispuse a recorrer el medio centenar de kilómetros que separaba mi casa, situada en plena sierra Ibérica, de la capital.

 Nada más coger la carretera comarcal que busca entre curvas la cuenca del río Salubre y en consecuencia la carretera general que conduce a la capital cogí, al azar, un disco y lo introduje en el compact. Esperé con cierta impaciencia oír las primeras notas, quería ver que me había deparado el destino. Triana, era Triana, la voz inconfundible de Jesús de la Rosa llenó el espacio del coche, la letra era pura poesía: <> y justo en ese momento, las imágenes del accidente mortal del cantante y teclista del grupo me asaltaron y sobrecogieron. Como un mal presagio un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, instintivamente levanté el pie del acelerador. El bocinazo ronco y agresivo de un camión ganadero y ciertos recuerdos para mi santa madre que me dedicó el conductor, me detuvieron en seco, había invadido por completo la carretera general, haciendo caso omiso a la indicación de stop, que como el guardián de una fortaleza vigila perennemente el cruce. La señal pareció sonreírme o maldecirme no lo sé muy bien.

—¡Por los putos pelos! ¡Me he salvado por los putos pelos! Lo de Triana ha sido como una premonición.

La niebla no había dejado ni un resquicio del valle sin ocupar, por momentos algunas bancadas eran tan espesas que sólo las figuras de los álamos difuminadas por la bruma indicaban que paralela a la carretera, por cierto recién asfaltada, discurría la ribera del río Salubre. Por fin aparecieron las primeras luces de la gran ciudad, discurrían perpendiculares a la carretera general y se alargaban siguiendo la trayectoria, que el gran río que la bañaba a su vez la dividía en dos. Me pareció enorme. Tras varias rotondas y un sinfín de semáforos, esa pandemia, llamada tráfico, me engulló. El caos era total, un día de lluvia en una gran ciudad y todo el mundo a bordo de su propio vehículo. Aparqué justo en un lateral del Palacio de Congresos, fin de mi viaje El camino se me había hecho eterno.

jueves, 20 de febrero de 2014

Cosas de mi Vida

Javier Bañares Caro nació un año antes de la mitad del siglo XX, cuando el parto sin dolor no se estudiaba en las facultades de medicina y epidural sonaba a insulto.En el diccionario no aparecía la palabra ecografía y por aquel entonces la trompetilla era un instrumento insustituible en el mundo de la Ginecología. así que vino al mundo en casa, asentada en Ollerías 31-2º, asistido por su tía Catalina, Cata para familiares, amigos y cuentan que emocionada por el evento exclamó: ¡Este niño llegará lejos! Y por ahí debe de andar lejos, muy muy lejos....
Estudió el Bachillerato en un colegio de pago cuando estaba en pleno apogeo aquello de: la letra con la sangre entra. Jamás pudo aprenderse el Pange Lingua y el Tantum Ergo a pesar de oírlos durante años. Eso le traumatizo y como secuela abandono todo interés por todo lo litúrgico y en especial por el canto gregoriano.
Tuvo como parvulario, escuela y universidad el Casco Viejo de Logroño. Allí dio las primeras patadas a un balón de reglamento, se jugó las primeras canicas que tuvo al cosque y palmo, aprendió a jugar a las chapas, y, por aquel entonces, dicen, que al escuchar Capote de Grana y Oro de Rafael León y Antonio Quiroga en la voz de Mari Fe de Triana la ponían los pelos como escarpias.
Nunca le gustó le queso americano, por supuesto nada que ver con el manchego, y jamás pudo con la leche en polvo, los grumos le daban y le siguen dando arcadas.
Enamorado de las Matemáticas, fue un amor a primera vista, intenta enseñarlas desde hace más de treinta años y culpa de su destina a la Teoría de las Posibilidades Lógicas. Por cierto odia la regla de tres.
Por tanto Javier Bañares Caro pertenece a la generación del queso americano y de la leche en polvo, es profesor de una ciencia exacta y escribe en sus ratos de insomnio. Ha publicado Ruavieja 32 ( 1ª edicción con 4 de Agosto y 2ª con Editorial Ochoa) Mis Fases Lunares (4 de Agosto) Demasiado Corazón (editorial Ochoa)  y El diario de Antonia Díaz (Editorial Buscarini). Ha colaborado en obras colectivas como Jirones de la Historia, Voces y Miradas desde el Ateneo ( 4 de Agosto) y en las revistas literarias Fábula y El Péndulo, ya desaparecida.

lunes, 17 de febrero de 2014

Fran y su teorías


Fran defendía con énfasis la vieja la teoría de las decisiones. Mantenía que en un instante, tan pequeño como uno pueda imaginarse y en el que haya la posibilidad de elegir, se puede tomar la opción equivocada y esa decisión puede cambiarte la vida para siempre, lo quieras o no, es inevitable. Eso sí, partía de una hipótesis, para él, verdadera: Dios no existe y por ende nuestras decisiones no están escritas de antemano y de esta forma somos libres de tomar la decisión qué nos plazca: nos equivoquemos o no. Esa será nuestra responsabilidad y deberemos asumirla.

Entre trago y trago de crianza y sentados alrededor de una mesa barnizada en color nogalina Fran intentaba convencer de su teoría a sus dos amigos José Luis y José Miguel en el bar que regentaban Juan e Ireane. Bar, que se había puesto de moda y que tenía un nombre nostálgico: El Bar de los Recuerdos. Situado en el Casco Histórico de la ciudad, por aquel entonces vivo.

«Os voy a poner un ejemplo: Yo tuve una novia en la etapa en la que uno se cree un hombre, pero actúa como un niño. Era preciosa tenía una melena castaña y unos ojos color melaza de impresión o eso me lo parecía». «Mirad», y Fran señaló la mesa colindante, «cómo esa chica», y señaló a una joven qué estaba acompañada por dos amigas. «Podéis sentaros con nosotros. Lleváis mucho rato con la parabólica puesta», dijo Fran con cierta ironía.

Las tres veinteañeras no se cortaron cogieron sus sillas y sus Coca-Colas y se sentaron a escuchar a Fran.

«Hoy haré una excepción», dijo José Luis, «pero en mi mesa jamás he permitido qué hubiera refrescos de Cola. Hoy haré una excepción, gracias a la lección magistral de mi amigo Fran».

Las jóvenes se presentaron solas: Yo soy Bárbara dijo la chica de ojos color melaza, yo Maribel, y yo Juana dijo la tercera.

Fran continuó con su historia:

«Mi novia era de un pueblecito de Zaragoza, pero que estudiaba aquí  en un colegio de monjas, las Escolapias, creo recordar. Ella vivía con una tía, que debía odiarme, cosa nada complicada, porque desde pequeño debía ser un niño de esos de armas tomar: un ser hiperactivo, y dispuesto a poner adrenalítico perdido a cualquier persona que estuviera a mi alrededor. Era una verdadera perla según contaba mi propia madre.

»Ambos coincidíamos a la hora de ir al colegio siempre en la misma calle y a la misma hora. 

»Un buen día, la chica del pueblecito de Zaragoza, me paró junto a otras amigas y me preguntó si  le había escrito una carta que llevaba en la mano. Era una jugada burda, pero yo caí en la trampa como un barbo en el anzuelo.

»Comencé a leer la carta y cuando termine las amigas de la chica, del pueblecito de Zaragoza, habían desaparecido y ambos nos encontramos uno frente a otro sin saber qué decir ni qué hacer. Mirándonos a los ojos, por cierto, qué los de la chica del pueblecito de Zaragoza, eran de un color melaza preciosos. Así como los tuyos», y de nuevo señaló a la joven con los ojos de ese mismo color.  

»Me quedé tan impresionado, que por primera vez en mi vida supe lo que era quedarme quieto, sin que nadie me gritara.

»Por fin pude reaccionar y los dos, sin mediar palabra decidimos hacer novillos. Paseando, y con miedo, buscamos las afueras de la ciudad En un descampado nos dimos el primer beso». «¡Oh!» gritaron todos.

«A las siete y media lo más tardar tengo que estar en casa Me tengo qué ir» dijo la Chica de Zaragoza. «Te acompaño». «Hasta casa no. A mi tía no le gusta que salga con chicos», le respondió la chica del pueblecito de Zaragoza. «¿Salir? ¡Me sentí cómo un pardillo!», narraba Fran con un tono de sorpresa. Entornado sus ojos grises y vivos, quizá más apagados por la edad que el día de autos, intentando captar aquel instante. «Aquello me  pareció qué iba muy de prisa, a mí, que marchaba por el mundo a toda máquina».

Fran hizo un alto y se bebió una copa de crianza de un solo trago. Hizo un gesto para llamar la atención de Ireane: «por favor saca una botella de lo mismo y tres copas más, a mi amigo le da grima los refrescos de cola». Ireane se rio.

«Aquel año, me resultó maravilloso», proseguía Fran, «hasta mejoré las notas. Luego el verano nos separó. Hubo cartas diarias y llamadas por teléfono cada tres días, cada diez se veían alternado los viajes Fran iba a Zaragoza y ella venía aquí.

»La estrategia se iba cumpliendo a rajatabla.

»El plan resultaba perfecto.

»Pero en el curso siguiente, ya en primero de carrera, las cosas se fueron alargando en el tiempo: las cartas ya no eran diarias, las llamada dejaron de ser cada tres días y siempre había escusas para no verse personalmente.

»Todo parecía haber acabado.

»Hasta que un buen día al abrir el buzón Fran encontró una carta de la chica del pueblecito Zaragoza, era la carta de amor más bonita que jamás había leído en su vida, ni sacada de un libro.

»Quedaron en verse y se vieron. Contaba, mi padre, que pasaron tres días sin salir de una pensión.

»Se despidieron y de nuevo volvieron las cartas diarias, las llamadas cada tres días y las visitas, ya quincenales.

»Todo parecía ir de nuevo color de rosa hasta que un nubarrón tapó todo aquello que era alegría y amor. No supe más de ella, las cartas le eran devueltas, cuando marcaba su número de teléfono y alguien contestaban le juraban que allí no vivía ninguna Gabi, que era el nombre de la chica del pueblecito de Zaragoza.

»Gabí había desaparecido de la faz de la Tierra, pero no de mi corazón.

»A pesar de todo, mis estudios iban viento en popa y tras el paso del Ecuador se planteó ingresar en la Milicias Universitarias. Fran hizo las pruebas superándolas con éxito pero una llamada de un general le dijo claramente y sin tapujos en lo boca: «usted nunca será oficial del Ejército de España. El hijo de un rojo jamás llevará una estrella!».

»Yo no me amilane ante tanta estrella desperdigada por las hombreras: «¿Si no puedo ser oficial, tampoco podré servir al ejército español cómo soldado?» Le dije al oficial. «Tampoco. Ese es un honor para unos pocos elegidos». «Me podría dar eso por escrito», le pregunté. «Sin dudarlo», le contestó el rey de las estrellas. «Salí desolado, pero con la carta del general, que le libraría del servicio militar, por aquel entonces obligatorio, bien guardada.

»Fui a la pensión, recogí mis cosas y me dirigí a coger el autobús que me trajera aquí. Pero al pasar por la plaza del Paraíso me encontró a Gabi. Los dos nos quedamos parados, nos miramos, pero yo solo acerté a decir adiós y seguí caminando. Ese es el instante, justamente ese  es del instante del qué os hablo, si me hubiera parado, hablado y quizá tomado un café, mi vida y la de Gabi hubieran cambiado por completo. Esto es algo qué pudo ser y no fue.

»Lo que os he contado solamente es un ejemplo ilustrativo de que cualquier paso que demos en la vida está marcado siempre por un sí o un no y además añadiendo, que desde mi punto de vista: el tiempo sí influye en una toma de decisiones. Es un mero suceso basado en la teoría de las posibilidades lógicas. Es el juego del sí y del no. Por cierto y desde  mi punto de vista, como parte de las Matemáticas, una ciencia totalmente exacta. Además, no lo olvidéis nunca, tal y cómo decía Galileo: Las Matemáticas es el lenguaje con el que Dios habría escrito el mundo».