lunes, 24 de mayo de 2010

Los calcetines asesinos


LOS CALCETINES ASESINOS




Sentado en una de las banquetas de la cocina, tatuado con esa expresión de agotamiento del recién levantado, el codo apoyado sobre la mesa y la cabeza reposando sobre la palma de mano, intentaba contar los infinitos giros, a diestro y a siniestro, que el tambor de la lavadora ejercitaba a ritmo de aeróbic. Totalmente hipnotizado, con la mirada puesta sobre el ojo de buey de la máquina no presté ninguna atención a la salida del café; a pesar de que la cafetera, una de esas de toda la vida, me avisaba lanzando al espacio bocanadas de vapor.

Un calcetín, a punto de quedar sumergido bajo una ola espumosa, cruzó una mirada conmigo; no sé, a ciencia cierta, si pidiéndome auxilio o maldiciéndome por haberle metido en aquel artilugio rotatorio. Tuve que apartar la mirada. Me levanté a retirar la cafetera del fuego y me serví un café, sin perder de vista a la lavadora, mirándola de reojo, a hurtadillas.

Deposité dos cucharadas de azúcar y, como un autómata, comencé a dar vueltas al ritmo que me marcaba la lavadora. De entre la espuma surgió una camisa de cuadros rojos y verdes, retorcida por los continuos giros. Las arrugas le daban un aire de ferocidad terrible y los ríos de agua que discurrían por ellas se asemejaban a las babas de las fieras que tienen a su presa al alcance de sus fauces. En un décima de segundo se tragó al calcetín. La escena me sobrecogió, apuré el vaso de café con el fin de recuperarme, pero nada, seguía allí, hipnotizado esperando el final del lavado.

Me pareció oír un grito de auxilio, un sinfín de calcetines nadaban en ayuda de su hermano. Rodearon a la camisa, y se lanzaron a un feroz ataque mordisqueándola sin parar. Un relé se activó originando un salto del programa de lavado. El nivel del agua y espuma fue bajando a medida que la electroválvula de achique ejecutaba su labor. El programa de lavado acababa de llevar a cabo su penúltima operación, el motor se aceleró, la lavadora parecía intentar saltar, yo seguía con la mirada fija en la puerta transparente y circular de la lavadora. El tambor comenzó a girar dejando ver a través del cristal de su ojo de buey un amasijo de ropa de distintos colores. Los calcetines guerreros habían desaparecido, quizá devorados por la camisa de cuadros rojos y verdes.

Recordé la fórmula de la fuerza centrífuga: “La masa por la velocidad al cuadrado partido por el radio de giro”. “He ahí un ejemplo práctico de la jodida fuerza”- me dije – mientras seguía sin apartar la vista de la lavadora. El centrifugado había actuado como fuerza de paz entre los calcetines y el resto de la ropa de color. Al cesar el secado, un calcetín herido de muerte cayó sin vida desde la parte superior del tambor de la lavadora hasta el fondo del mismo. Allí, inmóvil, agotada por el fragor de la batalla permanecía la maltrecha camisa de cuadros rojos y verdes, apenas se inmutó. La colada había concluido.

Me levanté de la banqueta como un robot, deposité el vaso de café en el fregadero. Luego, abrí la puerta de la lavadora para sacar la ropa y tenderla en la terraza a la espera de un secado perfecto. Un olor, mezcla de aromas de suavizante y detergente biodegradable, se adueñó del umbral de mi sentido del olfato y del habitáculo de la cocina. A ciegas, intentando dar con la camisa de cuadros rojos y verdes palpe entre la ropa húmeda, la textura del tejido me indicó que ya era mía. Intenté sacarla, no pude. Probé de nuevo, fue imposible. Me agaché hasta la misma boca de carga para ver cual era el problema, justo en el momento en que mi cabeza se adentraba ligeramente en la cavidad de la lavadora, el ejército de calcetines negros, marrones y azules se abalanzó sobre mí pegándose a mi rostro como verdaderas sanguijuelas. A manotazos traté de quitármelos, fue imposible. Totalmente histérico emprendí, a lo largo del pasillo, una vertiginosa carrera, arrancándome de mi cara los malditos calcetines y estrellándolos con violencia contra las paredes del corredor.

Al llegar a la puerta de acceso al piso caí sin sentido y desangrado, un calcetín marrón me había clavado sus incisivos en la yugular.

La matriz 4X4








LA MATRIZ 4X4



Para él, el sistema de referencia cartesiano era perfecto, Descartes había sido un genio, y tan convencido estaba de ello que para él, todo en la vida era un par de coordenadas. Para él no existían Jonathan García o Jennifer Fernández, tan sólo eran el punto (1,1) y el punto (2,3) del plano de la clase. Establecía una aplicación biyectiva entre los puntos, en este caso pupitres de la clase y el alumno.

Él, había distribuido las mesas en un perfecto entramado cuadricular. Había configurado la clase como si de una gran matriz se tratara. Su orden cuatro por cuatro, cuatro filas cuatro columnas. En su cuaderno del profesor, gentileza de la dirección del centro, no había nombre ni apellidos, solamente pares de elementos encerrados entre paréntesis. Coordenadas que iban desde el (1.1) hasta el (4,4). Para él, no era el aula 12 era la matriz cuadrangular de orden cuatro ubicada en la segunda planta del instituto.

La clase de forma prismática rectangular, fea hasta la saciedad, obscura y, a pesar de que pegados a la pared se encontraban unos radiadores pintados en rojo mazarrón, heladora. Las ventanas, cuyos cristales caminaban enloquecidamente hacia la translucidez, dejaban ver un paisaje totalmente urbano, edificios de mala calidad, ropas tendidas de los ventanales, antenas y contenedores de todo tipo: de basuras, de reciclaje de vidrios, ecológicos, de papel. La pared opuesta al ventanal estaba ocupada por una especie de armarios empotrados cuyas puertas, pintadas en un gris máquina herramienta, se asemejaban a los sarcófagos de los antiguos egipcios. El tráfico se apoderaba del espacio de las aulas y las maldiciones de los conductores se mezclaban con los teoremas de Pitágoras, de la altura, o de Rouché-Fröbenius.

Aquel día, él, subió cansinamente los veintidós escalones que conducían a la matriz cuadrangular de orden cuatro. Se sentó, la silla como siempre se encontraba cubierta de polvo de tiza, dejó la cartera sobre la mesa y con una mirada por encima de las gafas comprobó que ninguna célula de la matriz estaba vacía. “No falta nadie” – pensó.

Dudó en seguir explicando el espacio afín o preguntar. Miró fijamente al (1,1), un alumno peculiar, experto en hurgarse la nariz, hacer pelotillas con la materia orgánica que encontraba y tirarla contra el encerado describiendo un perfecto tiro parabólico. Apuntó contra una intersección de tres planos, que el profesor de dibujo había dejado perenne en el encerado, como si de una obra maestra de Picasso se tratase. El (1,1) falló, pero no se desanimó siguió buscando más munición en el caño izquierdo de su nariz, ancha y opulenta por el maltrato que el dedo índice le aplicaba a diario.

La (2,3) era una muchacha de risa fácil, mejor dicho era un cuerpo pegado a una sonrisa perpetua. Cualquier motivo era bueno para echarse una carcajada sonora y contagiosa. “Hoy hablaremos de Cramer” –. Y entonces la voz de él era cortada por un sonoro ¡Ja, ja, ja, ja!

En el habitáculo (2,4) residía una muchacha arisca, desagradable y mal educada. Hablaba con gesto de asco y acento barriobajero y para ella los determinantes, sistemas de ecuaciones, límites y derivadas no pasaban de ser pandilleros que intentaban putearla de mala manera.

Los elementos (1,2), (1,3), (1,4), (2,1) y (2,2) estaban infectados por el mal de las Matemáticas, enfermedad altamente contagiosa y que se transmite de generación en generación. Estaban en la unidad de cuidadas intensivos y jamás llegarían a superar la unidad. A pesar de haber sido tratados con números complejos.

La fila tres columnas una, dos tres y cuatro, era la realidad de la clonación, la simbiosis perfecta. Diríase que Alejandro Dumas inventó el lema de los mosqueteros al conocerlos en una anterior reencarnación. Para ellos estaba de más el espacio afín. El único espacio que conocían era el de las discotecas y el de los bares de la zona los fines de semana. Ellos jamás habían entendido lo de la ecuación de la recta, sólo les interesaban las curvas, las cónicas y las superficies.

La última fila era el Limbo, el lugar de los justos, el cielo de los catatónicos. Desde el (4,1) hasta el (4,4), todos sin excepción habían buscado refugio en la isla de la ciencia sin saber por qué. Sus bocas abiertas dejaban al descubierto sus muelas careadas por el abuso de las golosinas, y sus cuerpos obesos manifestaban, muy a las claras, que preferían un donut o una palmera de chocolate a aplicar la regla de Cramer.

Contempló al (4,4), un chico flaco, desgarbado, con la mirada perdida en el infinito y que cada vez que se le preguntaba por el seno de treinta grados, se volvía para mirar los pechos de la (4,3). Por primera vez se asustó de aquella matriz y se compareció de sí mismo. “¡Dios, cómo puedo desparramar mi ciencia sobre estas cabezas!” – se dijo -. Se acomodó en la silla e intentó parapetarse tras la mesa. Al removerse, notó un fuerte pinchazo en el pecho. Pensó en Descartes, Fermat, Cauchy, Taylor y Poincaré, fue inútil. La pelotilla lanzada por (1,1) le había acertado en pleno corazón