sábado, 22 de febrero de 2014

Silencios Muertos


OTOÑO DEL 2007


Era una tarde gris, ventosa, desapacible y, sobre todo, triste, jodidamente triste. Una de esas tardes en las que sientes las primeras zancadas del frío. Una de esas tardes, que se convierten en antesala del invierno. Una de esas tardes en que cientos de hojas pardas y amarillas deambulan por jardines y plazas a voluntad del viento. Una de esas tardes de mesa camilla y partida de brisca. Una de esas tardes de café con leche y galletas recién horneadas. Una de esas tardes de hogar encendido y olor a haya. Una de esas tardes, en la que la línea quebrada, que los montes lejanos dibujan en el horizonte, desaparece bajo una neblina traslúcida y húmeda.

Así, que envuelto en mi viejo albornoz de rayas verticales rojas y blancas, uno de esos de toda la vida, me quedé absorto mirando por la ventana intentando encontrar ese punto del infinito en el que habitan los recuerdos. Me estremecí y por un momento pensé haberlo hallado. Nada más lejos de la realidad. Lucas, mi perro, abrió un ojo, levantó las orejas, me miró con desprecio, y tras un gesto de resignación acompañado de un soplido, dejó caer el párpado y siguió a lo suyo, es decir, a dormir cual largo era en el tresillo del que se había apoderado desde el primer día en que llegó a casa.

 Esa tarde, y sin encontrar razón alguna, todo parecía moverse a cámara lenta: el tic tac del reloj de pared, el ascenso del humo de las chimeneas de las casas vecinas, el desplazamiento de las nubes, el andar de la gente, mis pasos por el salón, el crepitar de las ascuas en el hogar, la forma de empañarse los cristales, mis movimientos circulares con la mano tratando de evitar la formación del vaho en la ventana. Algo o alguien trataban de ralentizar mi tiempo. Me pregunté ¿por qué? Lucas levantó de nuevo su oreja derecha, abrió el ojo del mismo lado, y me lanzó una maldición con un gruñido de protesta. Abandoné el salón, pero esa tarde Lucas no me siguió, y eso todavía me confundió mucho más.

Una ducha caliente me reconfortó. Salí del cuarto de baño embutido en el albornoz, y me dirigí al dormitorio. Busqué en uno de los cajones un calzoncillo, fiel a mi costumbre desestimé el primer calzoncillo y el primer par de calcetines, elegí camisa, corbata y traje y comencé a engalanarme como un novio a punto de pasar por el altar. Todo parecía ir a la velocidad adecuada, incluso el tic tac del reloj de pared parecía haber encontrado su ritmo. Eso me animó.

Terminado el ritual, me di el visto bueno en el espejo del armario del dormitorio.

—Voy hecho un pincel —me dije para darme moral.

Regresé al salón. En el hogar se consumían sin prisa, sin un atisbo de humo dos troncos. Instintivamente avivé el fuego con un viejo atizador de metal. Cogí, las llaves del coche, y la cartera, miré en su interior, todo estaba en perfecto orden y la cantidad de dinero me pareció suficiente.

 —Está bien. Un viaje menos al cajero —pensé, mientras me metía la billetera en el bolsillo de la americana. Llamé a Lucas con nuestro acordado silbido. Se estiró en su tresillo, y a un paso lento y cansino se aproximó.

Al verme levantó, esta vez, las dos orejas y abrió los ojos todo lo que sus párpados le permitieron, movió el rabo de lado a lado y me enseñó los colmillos, era su forma de sonreírme o eso me parecía.

—¡Al balcón! —le ordené de forma autoritaria y señalándole con el brazo la dirección del mirador.

No obedeció, siguió sonriéndome para ablandarme, por primera vez no cedí a sus súplicas.

—¡Al balcón! —ordené de nuevo.

Lucas pareció obedecerme, fue una ilusión. El tintineo de las llaves pudo más que el deber de la obediencia, se abalanzó sobre mí realizando mil cabriolas y moviendo su rabo sin cesar. En uno de sus saltos rasgó el pantalón del traje negro con brillos de alpaca, justo aquel que me había comprado en los tiempos en que estuve tentado y atrapado por la política pensando que tanto él, mi traje negro italiano, como yo seríamos de utilidad, él a mi buen vestir y yo a la sociedad. Craso error y nada más lejos de la realidad. Tras unos leves recordatorios al Sumo Hacedor y a los ancestros de mi perro, sonreí. Se había roto el único lazo de unión que hasta entonces mantenía con la política y con la clase política. Esos seres que visten diariamente traje y unas corbatas chillonas, desde mi punto de vista, horrorosas.

El problema era simple: no disponía de otro traje, y el siete en el pantalón era considerable. Me despojé de él y rebusque en el armario. Encontré otros pantalones, que me parecieron que combinaban perfectamente con la chaqueta del traje herido y no le di más vueltas, salvo perder más tiempo y correr el riesgo de no llegar a tiempo a la presentación y entrega del primer premio de novela de mi ciudad, uno de los más importantes del panorama literario.  

Esa tarde gris y triste, jodidamente triste, cogí el coche con las mismas ganas que tenía de picar piedra o cavar una zanja de dos metros de profundidad y siete de ancho. La niebla estaba dejándose caer al valle y la temperatura para esas fechas del año era bastante baja. Antes de montarme en el coche busqué de nuevo ese punto del infinito por el que vagan los recuerdos, pero a pesar del esfuerzo el intento fue baldío. Así que me reconforté en el coche, arranqué, metí primera y me dispuse a recorrer el medio centenar de kilómetros que separaba mi casa, situada en plena sierra Ibérica, de la capital.

 Nada más coger la carretera comarcal que busca entre curvas la cuenca del río Salubre y en consecuencia la carretera general que conduce a la capital cogí, al azar, un disco y lo introduje en el compact. Esperé con cierta impaciencia oír las primeras notas, quería ver que me había deparado el destino. Triana, era Triana, la voz inconfundible de Jesús de la Rosa llenó el espacio del coche, la letra era pura poesía: <> y justo en ese momento, las imágenes del accidente mortal del cantante y teclista del grupo me asaltaron y sobrecogieron. Como un mal presagio un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, instintivamente levanté el pie del acelerador. El bocinazo ronco y agresivo de un camión ganadero y ciertos recuerdos para mi santa madre que me dedicó el conductor, me detuvieron en seco, había invadido por completo la carretera general, haciendo caso omiso a la indicación de stop, que como el guardián de una fortaleza vigila perennemente el cruce. La señal pareció sonreírme o maldecirme no lo sé muy bien.

—¡Por los putos pelos! ¡Me he salvado por los putos pelos! Lo de Triana ha sido como una premonición.

La niebla no había dejado ni un resquicio del valle sin ocupar, por momentos algunas bancadas eran tan espesas que sólo las figuras de los álamos difuminadas por la bruma indicaban que paralela a la carretera, por cierto recién asfaltada, discurría la ribera del río Salubre. Por fin aparecieron las primeras luces de la gran ciudad, discurrían perpendiculares a la carretera general y se alargaban siguiendo la trayectoria, que el gran río que la bañaba a su vez la dividía en dos. Me pareció enorme. Tras varias rotondas y un sinfín de semáforos, esa pandemia, llamada tráfico, me engulló. El caos era total, un día de lluvia en una gran ciudad y todo el mundo a bordo de su propio vehículo. Aparqué justo en un lateral del Palacio de Congresos, fin de mi viaje El camino se me había hecho eterno.

jueves, 20 de febrero de 2014

Cosas de mi Vida

Javier Bañares Caro nació un año antes de la mitad del siglo XX, cuando el parto sin dolor no se estudiaba en las facultades de medicina y epidural sonaba a insulto.En el diccionario no aparecía la palabra ecografía y por aquel entonces la trompetilla era un instrumento insustituible en el mundo de la Ginecología. así que vino al mundo en casa, asentada en Ollerías 31-2º, asistido por su tía Catalina, Cata para familiares, amigos y cuentan que emocionada por el evento exclamó: ¡Este niño llegará lejos! Y por ahí debe de andar lejos, muy muy lejos....
Estudió el Bachillerato en un colegio de pago cuando estaba en pleno apogeo aquello de: la letra con la sangre entra. Jamás pudo aprenderse el Pange Lingua y el Tantum Ergo a pesar de oírlos durante años. Eso le traumatizo y como secuela abandono todo interés por todo lo litúrgico y en especial por el canto gregoriano.
Tuvo como parvulario, escuela y universidad el Casco Viejo de Logroño. Allí dio las primeras patadas a un balón de reglamento, se jugó las primeras canicas que tuvo al cosque y palmo, aprendió a jugar a las chapas, y, por aquel entonces, dicen, que al escuchar Capote de Grana y Oro de Rafael León y Antonio Quiroga en la voz de Mari Fe de Triana la ponían los pelos como escarpias.
Nunca le gustó le queso americano, por supuesto nada que ver con el manchego, y jamás pudo con la leche en polvo, los grumos le daban y le siguen dando arcadas.
Enamorado de las Matemáticas, fue un amor a primera vista, intenta enseñarlas desde hace más de treinta años y culpa de su destina a la Teoría de las Posibilidades Lógicas. Por cierto odia la regla de tres.
Por tanto Javier Bañares Caro pertenece a la generación del queso americano y de la leche en polvo, es profesor de una ciencia exacta y escribe en sus ratos de insomnio. Ha publicado Ruavieja 32 ( 1ª edicción con 4 de Agosto y 2ª con Editorial Ochoa) Mis Fases Lunares (4 de Agosto) Demasiado Corazón (editorial Ochoa)  y El diario de Antonia Díaz (Editorial Buscarini). Ha colaborado en obras colectivas como Jirones de la Historia, Voces y Miradas desde el Ateneo ( 4 de Agosto) y en las revistas literarias Fábula y El Péndulo, ya desaparecida.

lunes, 17 de febrero de 2014

Fran y su teorías


Fran defendía con énfasis la vieja la teoría de las decisiones. Mantenía que en un instante, tan pequeño como uno pueda imaginarse y en el que haya la posibilidad de elegir, se puede tomar la opción equivocada y esa decisión puede cambiarte la vida para siempre, lo quieras o no, es inevitable. Eso sí, partía de una hipótesis, para él, verdadera: Dios no existe y por ende nuestras decisiones no están escritas de antemano y de esta forma somos libres de tomar la decisión qué nos plazca: nos equivoquemos o no. Esa será nuestra responsabilidad y deberemos asumirla.

Entre trago y trago de crianza y sentados alrededor de una mesa barnizada en color nogalina Fran intentaba convencer de su teoría a sus dos amigos José Luis y José Miguel en el bar que regentaban Juan e Ireane. Bar, que se había puesto de moda y que tenía un nombre nostálgico: El Bar de los Recuerdos. Situado en el Casco Histórico de la ciudad, por aquel entonces vivo.

«Os voy a poner un ejemplo: Yo tuve una novia en la etapa en la que uno se cree un hombre, pero actúa como un niño. Era preciosa tenía una melena castaña y unos ojos color melaza de impresión o eso me lo parecía». «Mirad», y Fran señaló la mesa colindante, «cómo esa chica», y señaló a una joven qué estaba acompañada por dos amigas. «Podéis sentaros con nosotros. Lleváis mucho rato con la parabólica puesta», dijo Fran con cierta ironía.

Las tres veinteañeras no se cortaron cogieron sus sillas y sus Coca-Colas y se sentaron a escuchar a Fran.

«Hoy haré una excepción», dijo José Luis, «pero en mi mesa jamás he permitido qué hubiera refrescos de Cola. Hoy haré una excepción, gracias a la lección magistral de mi amigo Fran».

Las jóvenes se presentaron solas: Yo soy Bárbara dijo la chica de ojos color melaza, yo Maribel, y yo Juana dijo la tercera.

Fran continuó con su historia:

«Mi novia era de un pueblecito de Zaragoza, pero que estudiaba aquí  en un colegio de monjas, las Escolapias, creo recordar. Ella vivía con una tía, que debía odiarme, cosa nada complicada, porque desde pequeño debía ser un niño de esos de armas tomar: un ser hiperactivo, y dispuesto a poner adrenalítico perdido a cualquier persona que estuviera a mi alrededor. Era una verdadera perla según contaba mi propia madre.

»Ambos coincidíamos a la hora de ir al colegio siempre en la misma calle y a la misma hora. 

»Un buen día, la chica del pueblecito de Zaragoza, me paró junto a otras amigas y me preguntó si  le había escrito una carta que llevaba en la mano. Era una jugada burda, pero yo caí en la trampa como un barbo en el anzuelo.

»Comencé a leer la carta y cuando termine las amigas de la chica, del pueblecito de Zaragoza, habían desaparecido y ambos nos encontramos uno frente a otro sin saber qué decir ni qué hacer. Mirándonos a los ojos, por cierto, qué los de la chica del pueblecito de Zaragoza, eran de un color melaza preciosos. Así como los tuyos», y de nuevo señaló a la joven con los ojos de ese mismo color.  

»Me quedé tan impresionado, que por primera vez en mi vida supe lo que era quedarme quieto, sin que nadie me gritara.

»Por fin pude reaccionar y los dos, sin mediar palabra decidimos hacer novillos. Paseando, y con miedo, buscamos las afueras de la ciudad En un descampado nos dimos el primer beso». «¡Oh!» gritaron todos.

«A las siete y media lo más tardar tengo que estar en casa Me tengo qué ir» dijo la Chica de Zaragoza. «Te acompaño». «Hasta casa no. A mi tía no le gusta que salga con chicos», le respondió la chica del pueblecito de Zaragoza. «¿Salir? ¡Me sentí cómo un pardillo!», narraba Fran con un tono de sorpresa. Entornado sus ojos grises y vivos, quizá más apagados por la edad que el día de autos, intentando captar aquel instante. «Aquello me  pareció qué iba muy de prisa, a mí, que marchaba por el mundo a toda máquina».

Fran hizo un alto y se bebió una copa de crianza de un solo trago. Hizo un gesto para llamar la atención de Ireane: «por favor saca una botella de lo mismo y tres copas más, a mi amigo le da grima los refrescos de cola». Ireane se rio.

«Aquel año, me resultó maravilloso», proseguía Fran, «hasta mejoré las notas. Luego el verano nos separó. Hubo cartas diarias y llamadas por teléfono cada tres días, cada diez se veían alternado los viajes Fran iba a Zaragoza y ella venía aquí.

»La estrategia se iba cumpliendo a rajatabla.

»El plan resultaba perfecto.

»Pero en el curso siguiente, ya en primero de carrera, las cosas se fueron alargando en el tiempo: las cartas ya no eran diarias, las llamada dejaron de ser cada tres días y siempre había escusas para no verse personalmente.

»Todo parecía haber acabado.

»Hasta que un buen día al abrir el buzón Fran encontró una carta de la chica del pueblecito Zaragoza, era la carta de amor más bonita que jamás había leído en su vida, ni sacada de un libro.

»Quedaron en verse y se vieron. Contaba, mi padre, que pasaron tres días sin salir de una pensión.

»Se despidieron y de nuevo volvieron las cartas diarias, las llamadas cada tres días y las visitas, ya quincenales.

»Todo parecía ir de nuevo color de rosa hasta que un nubarrón tapó todo aquello que era alegría y amor. No supe más de ella, las cartas le eran devueltas, cuando marcaba su número de teléfono y alguien contestaban le juraban que allí no vivía ninguna Gabi, que era el nombre de la chica del pueblecito de Zaragoza.

»Gabí había desaparecido de la faz de la Tierra, pero no de mi corazón.

»A pesar de todo, mis estudios iban viento en popa y tras el paso del Ecuador se planteó ingresar en la Milicias Universitarias. Fran hizo las pruebas superándolas con éxito pero una llamada de un general le dijo claramente y sin tapujos en lo boca: «usted nunca será oficial del Ejército de España. El hijo de un rojo jamás llevará una estrella!».

»Yo no me amilane ante tanta estrella desperdigada por las hombreras: «¿Si no puedo ser oficial, tampoco podré servir al ejército español cómo soldado?» Le dije al oficial. «Tampoco. Ese es un honor para unos pocos elegidos». «Me podría dar eso por escrito», le pregunté. «Sin dudarlo», le contestó el rey de las estrellas. «Salí desolado, pero con la carta del general, que le libraría del servicio militar, por aquel entonces obligatorio, bien guardada.

»Fui a la pensión, recogí mis cosas y me dirigí a coger el autobús que me trajera aquí. Pero al pasar por la plaza del Paraíso me encontró a Gabi. Los dos nos quedamos parados, nos miramos, pero yo solo acerté a decir adiós y seguí caminando. Ese es el instante, justamente ese  es del instante del qué os hablo, si me hubiera parado, hablado y quizá tomado un café, mi vida y la de Gabi hubieran cambiado por completo. Esto es algo qué pudo ser y no fue.

»Lo que os he contado solamente es un ejemplo ilustrativo de que cualquier paso que demos en la vida está marcado siempre por un sí o un no y además añadiendo, que desde mi punto de vista: el tiempo sí influye en una toma de decisiones. Es un mero suceso basado en la teoría de las posibilidades lógicas. Es el juego del sí y del no. Por cierto y desde  mi punto de vista, como parte de las Matemáticas, una ciencia totalmente exacta. Además, no lo olvidéis nunca, tal y cómo decía Galileo: Las Matemáticas es el lenguaje con el que Dios habría escrito el mundo».