OTOÑO DEL 2007
Era una tarde gris,
ventosa, desapacible y, sobre todo, triste, jodidamente triste. Una de esas
tardes en las que sientes las primeras zancadas del frío. Una de esas tardes,
que se convierten en antesala del invierno. Una de esas tardes en que cientos
de hojas pardas y amarillas deambulan por jardines y plazas a voluntad del
viento. Una de esas tardes de mesa camilla y partida de brisca. Una de esas
tardes de café con leche y galletas recién horneadas. Una de esas tardes de
hogar encendido y olor a haya. Una de esas tardes, en la que la línea quebrada,
que los montes lejanos dibujan en el horizonte, desaparece bajo una neblina
traslúcida y húmeda.
Así, que envuelto en mi viejo albornoz de rayas verticales rojas y
blancas, uno de esos de toda la vida, me quedé absorto mirando por la ventana
intentando encontrar ese punto del infinito en el que habitan los recuerdos. Me
estremecí y por un momento pensé haberlo hallado. Nada más lejos de la
realidad. Lucas, mi perro, abrió un ojo, levantó las orejas, me miró con
desprecio, y tras un gesto de resignación acompañado de un soplido, dejó caer
el párpado y siguió a lo suyo, es decir, a dormir cual largo era en el tresillo
del que se había apoderado desde el primer día en que llegó a casa.
Esa tarde, y sin encontrar razón alguna, todo
parecía moverse a cámara lenta: el tic tac del reloj de pared, el ascenso del
humo de las chimeneas de las casas vecinas, el desplazamiento de las nubes, el
andar de la gente, mis pasos por el salón, el crepitar de las ascuas en el
hogar, la forma de empañarse los cristales, mis movimientos circulares con la
mano tratando de evitar la formación del vaho en la ventana. Algo o alguien
trataban de ralentizar mi tiempo. Me pregunté ¿por qué? Lucas levantó de nuevo
su oreja derecha, abrió el ojo del mismo lado, y me lanzó una maldición con un
gruñido de protesta. Abandoné el salón, pero esa tarde Lucas no me siguió, y
eso todavía me confundió mucho más.
Una ducha caliente me reconfortó. Salí del cuarto de baño embutido
en el albornoz, y me dirigí al dormitorio. Busqué en uno de los cajones un
calzoncillo, fiel a mi costumbre desestimé el primer calzoncillo y el primer
par de calcetines, elegí camisa, corbata y traje y comencé a engalanarme como
un novio a punto de pasar por el altar. Todo parecía ir a la velocidad
adecuada, incluso el tic tac del reloj de pared parecía haber encontrado su
ritmo. Eso me animó.
Terminado el ritual, me di el visto bueno en el espejo del armario
del dormitorio.
—Voy hecho un pincel —me dije para darme moral.
Regresé al salón. En el
hogar se consumían sin prisa, sin un atisbo de humo dos troncos.
Instintivamente avivé el fuego con un viejo atizador de metal. Cogí, las llaves
del coche, y la cartera, miré en su interior, todo estaba en perfecto orden y
la cantidad de dinero me pareció suficiente.
—Está bien. Un viaje menos al cajero —pensé,
mientras me metía la billetera en el bolsillo de la americana. Llamé a Lucas
con nuestro acordado silbido. Se estiró en su tresillo, y a un paso lento y
cansino se aproximó.
Al verme levantó, esta vez, las dos orejas y abrió los ojos todo lo
que sus párpados le permitieron, movió el rabo de lado a lado y me enseñó los
colmillos, era su forma de sonreírme o eso me parecía.
—¡Al balcón! —le ordené
de forma autoritaria y señalándole con el brazo la dirección del mirador.
No obedeció, siguió
sonriéndome para ablandarme, por primera vez no cedí a sus súplicas.
—¡Al balcón! —ordené de
nuevo.
Lucas pareció
obedecerme, fue una ilusión. El tintineo de las llaves pudo más que el deber de
la obediencia, se abalanzó sobre mí realizando mil cabriolas y moviendo su rabo
sin cesar. En uno de sus saltos rasgó el pantalón del traje negro con brillos
de alpaca, justo aquel que me había comprado en los tiempos en que estuve
tentado y atrapado por la política pensando que tanto él, mi traje negro
italiano, como yo seríamos de utilidad, él a mi buen vestir y yo a la sociedad.
Craso error y nada más lejos de la realidad. Tras unos leves recordatorios al
Sumo Hacedor y a los ancestros de mi perro, sonreí. Se había roto el único lazo
de unión que hasta entonces mantenía con la política y con la clase política.
Esos seres que visten diariamente traje y unas corbatas chillonas, desde mi
punto de vista, horrorosas.
El problema era simple:
no disponía de otro traje, y el siete en el pantalón era considerable. Me
despojé de él y rebusque en el armario. Encontré otros pantalones, que me
parecieron que combinaban perfectamente con la chaqueta del traje herido y no
le di más vueltas, salvo perder más tiempo y correr el riesgo de no llegar a
tiempo a la presentación y entrega del primer premio de novela de mi ciudad,
uno de los más importantes del panorama literario.
Esa tarde gris y
triste, jodidamente triste, cogí el coche con las mismas ganas que tenía de
picar piedra o cavar una zanja de dos metros de profundidad y siete de ancho.
La niebla estaba dejándose caer al valle y la temperatura para esas fechas del
año era bastante baja. Antes de montarme en el coche busqué de nuevo ese punto
del infinito por el que vagan los recuerdos, pero a pesar del esfuerzo el
intento fue baldío. Así que me reconforté en el coche, arranqué, metí primera y
me dispuse a recorrer el medio centenar de kilómetros que separaba mi casa,
situada en plena sierra Ibérica, de la capital.
Nada más coger la carretera comarcal que busca
entre curvas la cuenca del río Salubre y en consecuencia la carretera general
que conduce a la capital cogí, al azar, un disco y lo introduje en el compact.
Esperé con cierta impaciencia oír las primeras notas, quería ver que me había
deparado el destino. Triana, era Triana, la voz inconfundible de Jesús de
la Rosa llenó el espacio del coche, la letra era pura poesía: <> y justo en ese momento, las imágenes del
accidente mortal del cantante y teclista del grupo me asaltaron y
sobrecogieron. Como un mal presagio un escalofrío recorrió todo mi cuerpo,
instintivamente levanté el pie del acelerador. El bocinazo ronco y agresivo de
un camión ganadero y ciertos recuerdos para mi santa madre que me dedicó el
conductor, me detuvieron en seco, había invadido por completo la carretera
general, haciendo caso omiso a la indicación de stop, que como el guardián de
una fortaleza vigila perennemente el cruce. La señal pareció sonreírme o
maldecirme no lo sé muy bien.
—¡Por los putos pelos!
¡Me he salvado por los putos pelos! Lo de Triana
ha sido como una premonición.
La niebla no había
dejado ni un resquicio del valle sin ocupar, por momentos algunas bancadas eran
tan espesas que sólo las figuras de los álamos difuminadas por la bruma
indicaban que paralela a la carretera, por cierto recién asfaltada, discurría
la ribera del río Salubre. Por fin aparecieron las primeras luces de la gran
ciudad, discurrían perpendiculares a la carretera general y se alargaban
siguiendo la trayectoria, que el gran río que la bañaba a su vez la dividía en
dos. Me pareció enorme. Tras varias rotondas y un sinfín de semáforos, esa
pandemia, llamada tráfico, me engulló. El caos era total, un día de lluvia en
una gran ciudad y todo el mundo a bordo de su propio vehículo. Aparqué justo en
un lateral del Palacio de Congresos, fin de mi viaje El camino se me había
hecho eterno.