lunes, 10 de noviembre de 2014

LA ALTERNATIVA DE AMPARITO

LA ALTERNATIVA DE AMPARITO

  Mi amigo Amancio Amantegui acababa de sacarse el carné de conducir, había cumplido veintiún años y estaba a punto de ingresar en la Marina. Aquello de la Armada me descolocaba, no concebía su empeño por enrolarse con algo tan fuera de lugar, tan raro, tan extraño. ¡No lo entendía! No entendía cómo un hombre de secano, de tierra adentro, sin saber nadar, podía embarcarse en aquella aventura. Ni tan siquiera podía imaginármelo andando por cubierta abriendo al máximo el compás de sus piernas y, sobre todo, vestido con el uniforme complementario. ¡Joder después de los lloros que le costó hacer la Primera Comunión de marinero! Puede que eso —lo de hacer la Primera Comunión de uniforme— le marcara, porque a mí la mía me marcó hasta la médula. Mi madre me disfrazó de Príncipe de Gales con puntillas y chorreras a doquier y, no conforme con esto, expuso las fotografías, para alegría y regocijo de toda la ciudadanía, en el escaparate de un afamado estudio fotográfico; y esto les puedo que marca de verdad. Personalmente lo de Amancio Amantegui, lo consideraba un gran error, eso del mar quedaba para los que vivían cerca de él y vivían de él.
Recuero perfectamente el día que tomó la decisión: Se quedó petrificado ante su inmensidad, hipnotizado por el movimiento de las olas, inhalando su olor de salitre y algas hasta llenar sus pulmones, abriendo sus ojos hasta límites insospechados para absorber su color y dejándose acariciar por la brisa.. Amancio de pie, atónito ante tanta belleza y sin articular palabra, alargó, como un faro, su mirada hasta el infinito. Mientras el mar, a modo de caricias, le enviaba olas que se le acercaban para olisquear sus zapatos del Gorila, así se conocieron. Fue un amor a primera vista. De pronto dijo: «Amparito, yo seré marino. Seré como Dick Sand». Luego se santiguó con agua del mar, cogió un puñado de arena, lo besó y lo lanzó al mar.
Teníamos catorce años, acabábamos de leer Un capitán de quince años, estábamos de excursión en San Sebastián y además Amancio Amantegui era un hombre de palabra.
«Amparito» ¡Hay qué joderse! Así me llamaban, desde mi Primera Comunión, en el barrio. Sí desde aquel día de la Ascensión —uno de esos jueves que brillan más que el Sol—, pasé de Paquito, el hijo de la señora Amparo a Amparito. En el corazón de mi madre ocupé el vacío dejado por mi padre, a quien no llegué a conocer, y a falta de padre ella se hizo cargo de mí con tal tesón y sobreprotegiéndome de manera tan absoluta y absurda que me convertí en su obsesión y a la vez en las bromas del barrio, y de este modo, y bien que me jodía, pase de Paco a Amparito, pero pronto llegué a la siguiente conclusión: Cuando un barrio se pone de acuerdo en martirizarte, no luches contra él, date por vencido y a sonreír. Así que muy poca gente conocía mi verdadero nombre, que por cierto y para que no se me olvide, repetiré que era Paco. De tal forma llegué a acostumbrarme a mi nuevo nombre, que si oía gritar Paco, nunca contestaba es más ni tan siquiera me volvía, eso sí, en el colegio los profesores me llamaban Francisco. Por tanto se puede decir que mi infancia, mi adolescencia y los principios de mi juventud los viví con tres personalidades distintas: La de Paquito, Amparito y Francisco.
Amancio Amantegui dijo sonriéndome a la vez que expulsaba el humo de un bisonte: «El día que te desfloren… correrá de mi cuenta. Yo seré testigo de la pérdida de tu virginidad. Eso sí, habrás de dejar el pabellón bien alto. ¡Ah! y una cosa: cuando te presente a la puta, a la cual ya le he echado el ojo en un viaje que hice con mi tío a Zaragoza, no le digas que te llamas Amparito, ¡Tú eres Paco y con dos cojones!».
Lo de mi virginidad lo llevaba mal, pero Amancio parecía llevarlo peor.Él, haciendo gala de psiquiatra avezado pronosticaba mi tardanza en el desfloramiento, por el trauma que mi mote me había producido. Yo pensaba en el fondo: «¡Va! Chorradas de Amancio», pero siempre estuve un punto preocupado por si mi amigo acertaba en su pronóstico. Pero el hecho de ser todavía virgen no estaba exento de numerosas intentonas, siempre acompañado de mi amigo, pero en la mayoría de ellas, el que mojaba siempre era él y yo me quedaba en eso, en un intento.
No hay persona que no recuerde el primer beso, el primer fracaso a la hora de hacer el amor y los chascos que uno se lleva pero que intenta borrarlos de su memoria. Yo tuve tantos que pronto llené mi disco duro y ni tan siquiera quedaron archivados.
Amancio Amantegui, diariamente, a las siete y media de la mañana abandonaba el barrio en un Chevrolet línea Humphrey Bogart que le había regalado su tío, un indiano que vino de Méjico montado en plata, para desplazarse a un polígono industrial situado a las afueras de la ciudad. Todos los días —según me contaba él— se tropezaba con una repartidora de pan, de muy buen ver, dispuesta a todo y más valiente que el Cid. La llamaban Chuchurrusqui, por eso de los curruscos del pan o por sus propios curruscos El caso es que más de un día había llegado tarde a trabajar y la repartidora hecho esperar a la parroquia por probar las tapicerías del Chevrolet. Me tenía martirizado con la Chuchurrusqui  contándome los revolcones que el espejo retrovisor del coche había vivido. Con tanto realismo me narraba las cosas que había noches que me quitaba el sueño y buena parte de la misma la dedicaba a hacer pretecnología manual.
Un buen día, uno de esos que uno está aburrido y hastiado por no saber qué hacer, me llamó desde la calle a voz en grito: «¡Amparito, Amparito! ¡Prepárate! ¡Hoy es tu día!». Me asomé por la ventana de mi cuarto un tanto asustado y preocupado por si mi madre podía oírle, que por cierto era el ser más madrugador que he conocido: «¡Chist!, calla te va a oír mi madre, está en casa». «¡Qué cojones me va a oír tu madre! ¡Tira, prepárate, nos bajamos a Zaragoza! Hoy no voy a currar me han hecho un encargo mis tías y, no me queda más remedio que hacerlo. Venga baja de una vez y te cuento». No tardé ni un minuto, Amancio Amantegui me esperaba con el motor del Chevrolet en marcha. Me abrió la puerta —cosa rara en él— pues le fastidiaba un montón hacer de Bautista y, sin más nos encaminamos hacia la carretera de Zaragoza. Ni tan siquiera le dije nada a mi madre, ni una explicación, ni una despedida.
A la altura de la Fombera, una finca situada a las afueras de la ciudad, me empezó a contar: «Mis tías me mandan a Zaragoza a comprar una estufa catalítica, esas de…. Calientan Pero no queman calor blanco con Butater», y Amancio Amantegui siguió tarareando la musiquilla del anuncio. «Tienen una amistad en la fábrica —me siguió contando— y nos estará esperando. Son tan roñosas que creen que les va a salir más barata; pero como no piensan, no cuentan la sisada, el dinero que me han dado para la gasolina y para echar un bocao. Les va a salir por un ojo de la cara. Pero hoy,¡Porque hoy amigo mío es tu día! ¡Amancio Amantegui y su amigo Amparito mojan! Cargamos en el coche la estufa y en cuanto terminemos nos vamos de niñas, así como suena. ¡Hoy nos iremos de niñas! ¿Hoy te estrenas! Palabra de Amancio Amantegui. ¡Dentro de un rato Madrazo será nuestro!».
Mi amigo se desenvolvía por Zaragoza como pez en el agua, conocía avenidas, calles y callejuelas como la palma de su mano. Era instintivo, natural, se orientaba sin dudar, ni preguntar, daba la sensación de haber estado allí toda su vida, era prodigioso su don de orientación, era algo innato —se desenvuelve como los grandes navegantes, pensé— y de pronto me vino la imagen de San Sebastián, el día que vio por primera vez el mar.
La fábrica de estufas se encontraba a las afueras de Zaragoza hacia Lerida en un polígono industrial llamado Malpica. Era un pabellón enorme, con el techo de color azul y el nombre de la marca cubriendo todo el frontis de la entrada, tenía cierto aire a motel americano.
Amancio entró en recepción, mientras yo esperaba en el interior del Chevrolet. Apenas pasaron unos minutos cuando Amancio con un empleado y y una caja de cartón de tamaño considerable, era la estufa catalítica esa de… calienta pero no quema… La cargamos sobre el viejo Chevrolet, la aseguramos con unos pulpos y al grito de: ¡Zaragoza es nuestra! Nos dirigimos a Madrazo.
Ni sabíamos lo hora que era.
No dudó ni una sola vez, de pronto nos encontramos frente a la puerta de un bar cuyo nombre Flor del Bohío, se completaba tras unas intermitencias verdes y sugerentes. Entramos.
El bar se encontraba sin el ambiente ni la clientela que hubiera imaginado: Un camarero con cara de rufián y una prostituta apoyada en la barra marcando sus nalgas en una falda tubo —seis tallas más pequeñas de lo que le convenían—, que dejaba bien marcada una faja necesaria a todas luces para sujetar sus voluminosas, pero sensuales carnes. Me recordó por su postura a un cuadro de Dalí que pintó a Gala mirando por la ventana. Su melena negra, ensortijada y ancha le caía hasta la misma cintura cubriéndole incluso los hombros, dejando al descubierto unos brazos que a primera vista parecían jóvenes. Su pelo, humedecido artificialmente, brillaba como el azabache a pesar de las luces rojas del local.
¡Quería verle la cara! ¡Deseaba que fuese guapa o al menos atractiva! Pero seguía allí, de la misma postura, inmóvil, apoyada en la barra, mostrándonos sus nalgas reguardadas de toda mirada obscena por la coraza que formaba su faja.
Una lámpara proyectaba sobre el mostrador un tronco de cono luminoso, por el ascendía una hilera de humo de forma pausada, intermitente, que coincidía en el tiempo de respirar de la mujer apoyada en la barra.
«¡Lorena! Hoy tienes dos novilleros poco placeaos. Es más diría que son becerristas», dijo el rufián de la barra mientras limpiaba el carmín pegado en un vaso de tubo.
«Se equivoca usted —respondió Amancio Amantegui— yo, hace tiempo que tomé la alternativa, y además le diré que practico el toreo clásico: Ella abajo y yo arriba, como lo hacen los buenos artistas. Pero hoy, Amparito viene a tomar la alternativa y a poder ser con ese miura que hay en la barra … y le puedo asegurar que va a salir por la puerta grande».
«Pues pa´llamase Amparito tiene cara de chico. Yo los bollos me los tomo con café con leche. No los hago, pues a las claras está que no soy panadera», dijo riéndose a carcajadas y enseñándonos un diente de oro. «No hemos venido a amasar. He dicho que somos toreros y venimos a picar. Mi amigo Amparito es un tío con dos cojones», respondió Amancio Amantegui.
La mujer se acercó hacia mí despacio, andando sensualmente, provocándome, con sus ojos clavados en los míos. Se quedó parada a escasos centímetros de mí, y una vez me tuvo a su alcance me echó mano al paquete. Me quedé petrificado, «Calzar, calza bien. Luego ya veremos cómo cumple en la plaza. ¡Torero!», dijo rozándome con su pecho y lanzándome el humo de su cigarrillo a la cara. Su perfume me envolvió por completo y mi corazón se puso a latir a mil por hora, incluso me pareció que las piernas se me doblaban.
«Antes de las corridas  suena la música y a mí la que más me gusta es la de Don Manuel», prosiguió sin dejar de mirarme a los ojos. «¿Qué Don Manuel?», preguntamos a coro Amancio Amantegui y yo. «Don Manuel de Falla, el del careto de los billetes de curso legal. Pero tampoco ascos al teatro, también me gusta Don Jacinto», dijo con cierto sarcasmo y arrastrando las palabras. Yo no entendía nada de nada, estaba totalmente mareado por la desazón y el perfume de la mujer.
La indirecta, Amancio la cogió al vuelo, se echó mano al bolsillo y enseñó un fajo de billetes. «Primero iré yo. Luego Amparito», dijo mi amigo con aire de superioridad. La mujer no dudó ni un instante, le cogió  del brazo y ambos salieron del bar.
«¡Tómate una copa chaval! —comenzó a hablar el rufián de la barra— La primera vez uno está nervios, luego esto es como andar en bicicleta. ¡Jamás se olvida! Yo todavía me acuerdo de la primera vez. ¡Joder! Elenita la vaquera, una chica de mi pueblo, me hizo diabluras. Estaba muy enseñada, desde chiquilla viendo follar a toros y vacas y la verdad que lo aprendió bien de cojones. Nunca la olvidaré. Ni tan siquiera sé lo que me pudo llegar a hacer, pero durante más de un año estuve soñando con ella». Igual que un autómata me tomé lo que me puso, en ese momento ni sabía lo que me estaba tomando, seguía anestesiado por el perfume de la mujer.
La espera se me hizo eterna, y de pronto, así de pronto, cuándo menos lo esperaba se abrieron paso entre la penumbra rojiza del bar, sonrientes. La mujer, con una sonrisa un tanto torcida debida al cigarrillo que colgaba de sus labios. La de mi amigo, con la de la satisfacción del deber cumplido; y eso, al que tiene que hacer el mismo trabajo, no deja de joderle.
«¡Venga Amparito! Es tu hora», dijo con ironía la mujer. Pero a mí me sonó más a misterios dolorosos que a gozosos. Fuere como fuere, me vi subiendo unas escaleras cutres, faltas de luz y con las paredes llenas de desconchones. A tientas, la mujer abrió la puerta de una habitación. Creo que me empujó para entrar, porque a punto estuve de echar a correr, y poco más recuerdo del recinto en el que por primera vez iba a hacer el amor o ¿no debiera llamarlo así?
Se tumbó encima de mí, sus enormes pechos me ahogaban, pero no me importó, hacía rato que estaba embriagado por su perfume barato y sofocante. Como un hombre aguanté los tres primeros envites. Pero al llegar al juego, yo no tenía y ella llevaba treinta y una. Me desarmó por completo y, pobre de mí, me rendí sin condiciones. «¡Hala mi amor que la función ya ha terminado!». Y de sopetón me vi en el mismo decorado: el bar, las luces rojas, el humo, y con los mismos actores: el rufián, la mujer, Amancio Amantegui y yo, crucificado por sus sonrisas irónicas y falsos parabienes.
Estaba deseando escapar, salir de allí a cualquier precio, Amancio Amantegui se despidió de todos por mí. «Ha sido un placer hacer negocios con ustedes, mi amigo Amparito jamás podrá olvidar esta casa». Sin hablar ni una sola palabra al llegar a la Fombera me preguntó «¿Cómo te ha ido? ¡Menuda mujer te has tirado pajarito!»
«Gracias, quizá haya sido todo demasiado rápido ¿no?» «¿Bueno? Suele ser así la primera vez».
Me dejó en el portal de mi casa. Mi madre debía llevar toda la tarde asomada a la ventana, pues al verme hizo un gesto de preocupación con la cabeza. Al despedirme de mi amigo me di cuenta que la estufa no estaba sobre el techo del Chevrolet.
«¡Joder! ¿La estufa?», pregunté
«¿Qué estufa?»
«¿No me jodas? ¿No me digas que …? ¡No?
«Sí, Dales las gracias a mis tías».
«¿Y qué les vas a decir?»
«Nada. Puede que nos la robaran mientras comíamos, por qué comimos ¿no?»
«El primer restaurante nunca se olvida. ¡Hasta mañana!»

Tres meses después recibí una carta desde el Ferrol, por aquel entonces del Caudillo. Amancio Amantegui me comunicaba que se embarcaba en una corbeta rumbo a Cartagena.

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