
Desde la bañera oyó como Fran abría
la puerta y el corretear de Lucas por el pasillo: «Fran, estoy bañándome.»
Fran entreabrió la puerta del
cuarto de baño y allí estaba, como una diosa griega en el teatro de las Termas
de Epidauro. El vapor del agua caliente había humedecido su piel y miles de
gotas se habían condensado por el torso de su cuerpo, restos de espuma rodeaban
sus senos y sus pezones turgentes provocaron en Fran una erección inmediata que
hizo que se despojara de su ropa y se adentrara junto a ella en esa agua cálida
y cargada de deseo. Begoña, asustada por la reacción de su compañero, lo miró con
una mezcla de dulzura y lujuria. Pero él podía notar el ansia de placer, ese deseo
de ser poseída y de poseerlo, de sentirlo muy dentro, hasta sus entrañas. Fran introdujo,
en el interior de la bañera, una de sus manos, buscando hasta encontrar una
humedad distinta a la del agua. La apresó y entonces Begoña curvó su espalda
hasta que su melena rozó la espuma que naufragaba por la bañera. Su piel se
erizó y asomaron sus pechos escalofriados. Fran, preso de sus miedos y fobias, se
sintió mareado y a punto estuvo de tirar la toalla. Pero Begoña buscó su
miembro viril, fuerte, firme y cálido. Ella ansiaba sentirlo en su interior
mojado y latente, se acercó despacio, le lamió su hombro, su cuello, luego penetró
su lengua nerviosa en la boca de él. Se abrazaron fogosamente y se besaron como
si fuese la primera vez.
La bañera fue la celestina de esta historia de amor y un vaivén de
espuma testigo de cargo de la misma.
Había pasado mucho tiempo desde
la última vez.