jueves, 21 de abril de 2016
lunes, 10 de noviembre de 2014
LA MATRIZ CUATRO X CUATRO
LA MATRIZ 4X4
Para él, el sistema de referencia cartesiano era perfecto, Descartes había sido un genio, y tan convencido estaba de ello que para él, todo en la vida era un par de coordenadas. Para él no existían Jonathan García o Jennifer Fernández, tan sólo eran el punto (1,1) y el punto (2,3) del plano de la clase. Establecía una aplicación biyectiva entre los puntos, en este caso pupitres de la clase y el alumno.
Él, había distribuido las mesas en un perfecto entramado cuadricular. Había configurado la clase como si de una gran matriz se tratara. Su orden cuatro por cuatro, cuatro filas cuatro columnas. En su cuaderno del profesor, gentileza de la dirección del centro, no había nombre ni apellidos, solamente pares de elementos encerrados entre paréntesis. Coordenadas que iban desde el (1.1) hasta el (4,4). Para él, no era el aula 12 era la matriz cuadrangular de orden cuatro ubicada en la segunda planta del instituto.
La clase de forma prismática rectangular, fea hasta la saciedad, obscura y, a pesar de que pegados a la pared se encontraban unos radiadores pintados en rojo mazarrón, heladora. Las ventanas, cuyos cristales caminaban enloquecidamente hacia la translucidez, dejaban ver un paisaje totalmente urbano, edificios de mala calidad, ropas tendidas de los ventanales, antenas y contenedores de todo tipo: de basuras, de reciclaje de vidrios, ecológicos, de papel. La pared opuesta al ventanal estaba ocupada por una especie de armarios empotrados cuyas puertas, pintadas en un gris máquina herramienta, se asemejaban a los sarcófagos de los antiguos egipcios. El tráfico se apoderaba del espacio de las aulas y las maldiciones de los conductores se mezclaban con los teoremas de Pitágoras, de la altura, o de Rouché-Fröbenius.
Aquel día, él, subió cansinamente los veintidós escalones que conducían a la matriz cuadrangular de orden cuatro. Se sentó, la silla como siempre se encontraba cubierta de polvo de tiza, dejó la cartera sobre la mesa y con una mirada por encima de las gafas comprobó que ninguna célula de la matriz estaba vacía. “No falta nadie” – pensó.
Dudó en seguir explicando el espacio afín o preguntar. Miró fijamente al (1,1), un alumno peculiar, experto en hurgarse la nariz, hacer pelotillas con la materia orgánica que encontraba y tirarla contra el encerado describiendo un perfecto tiro parabólico. Apuntó contra una intersección de tres planos, que el profesor de dibujo había dejado perenne en el encerado, como si de una obra maestra de Picasso se tratase. El (1,1) falló, pero no se desanimó siguió buscando más munición en el caño izquierdo de su nariz, ancha y opulenta por el maltrato que el dedo índice le aplicaba a diario.
La (2,3) era una muchacha de risa fácil, mejor dicho era un cuerpo pegado a una sonrisa perpetua. Cualquier motivo era bueno para echarse una carcajada sonora y contagiosa. “Hoy hablaremos de Cramer” –. Y entonces la voz de él era cortada por un sonoro ¡Ja, ja, ja, ja!
En el habitáculo (2,4) residía una muchacha arisca, desagradable y mal educada. Hablaba con gesto de asco y acento barriobajero y para ella los determinantes, sistemas de ecuaciones, límites y derivadas no pasaban de ser pandilleros que intentaban putearla de mala manera.
Los elementos (1,2), (1,3), (1,4), (2,1) y (2,2) estaban infectados por el mal de las Matemáticas, enfermedad altamente contagiosa y que se transmite de generación en generación. Estaban en la unidad de cuidadas intensivos y jamás llegarían a superar la unidad. A pesar de haber sido tratados con números complejos.
La fila tres columnas una, dos tres y cuatro, era la realidad de la clonación, la simbiosis perfecta. Diríase que Alejandro Dumas inventó el lema de los mosqueteros al conocerlos en una anterior reencarnación. Para ellos estaba de más el espacio afín. El único espacio que conocían era el de las discotecas y el de los bares de la zona los fines de semana. Ellos jamás habían entendido lo de la ecuación de la recta, sólo les interesaban las curvas, las cónicas y las superficies.
La última fila era el Limbo, el lugar de los justos, el cielo de los catatónicos. Desde el (4,1) hasta el (4,4), todos sin excepción habían buscado refugio en la isla de la ciencia sin saber por qué. Sus bocas abiertas dejaban al descubierto sus muelas careadas por el abuso de las golosinas, y sus cuerpos obesos manifestaban, muy a las claras, que preferían un donut o una palmera de chocolate a aplicar la regla de Cramer.
Contempló al (4,4), un chico flaco, desgarbado, con la mirada perdida en el infinito y que cada vez que se le preguntaba por el seno de treinta grados, se volvía para mirar los pechos de la (4,3). Por primera vez se asustó de aquella matriz y se compareció de sí mismo. “¡Dios, cómo puedo desparramar mi ciencia sobre estas cabezas!” – se dijo -. Se acomodó en la silla e intentó parapetarse tras la mesa. Al removerse, notó un fuerte pinchazo en el pecho. Pensó en Descartes, Fermat, Cauchy, Taylor y Poincaré, fue inútil. La pelotilla lanzada por (1,1) le había acertado en pleno corazón
LA ALTERNATIVA DE AMPARITO
LA ALTERNATIVA DE AMPARITO
Mi amigo Amancio Amantegui acababa de sacarse
el carné de conducir, había cumplido veintiún años y estaba a punto de ingresar
en la Marina. Aquello de la Armada me descolocaba, no concebía su empeño por
enrolarse con algo tan fuera de lugar, tan raro, tan extraño. ¡No lo entendía! No
entendía cómo un hombre de secano, de tierra adentro, sin saber nadar, podía
embarcarse en aquella aventura. Ni tan siquiera podía imaginármelo andando por
cubierta abriendo al máximo el compás de sus piernas y, sobre todo, vestido con
el uniforme complementario. ¡Joder después de los lloros que le costó hacer la
Primera Comunión de marinero! Puede que eso —lo de hacer la Primera Comunión de
uniforme— le marcara, porque a mí la mía me marcó hasta la médula. Mi madre me
disfrazó de Príncipe de Gales con puntillas y chorreras a doquier y, no
conforme con esto, expuso las fotografías, para alegría y regocijo de toda la
ciudadanía, en el escaparate de un afamado estudio fotográfico; y esto les
puedo que marca de verdad. Personalmente lo de Amancio Amantegui, lo
consideraba un gran error, eso del mar quedaba para los que vivían cerca de él
y vivían de él.
Recuero
perfectamente el día que tomó la decisión: Se quedó petrificado ante su
inmensidad, hipnotizado por el movimiento de las olas, inhalando su olor de salitre
y algas hasta llenar sus pulmones, abriendo sus ojos hasta límites
insospechados para absorber su color y dejándose acariciar por la brisa..
Amancio de pie, atónito ante tanta belleza y sin articular palabra, alargó,
como un faro, su mirada hasta el infinito. Mientras el mar, a modo de caricias,
le enviaba olas que se le acercaban para olisquear sus zapatos del Gorila, así
se conocieron. Fue un amor a primera vista. De pronto dijo: «Amparito, yo seré
marino. Seré como Dick Sand». Luego se santiguó con agua del mar, cogió un
puñado de arena, lo besó y lo lanzó al mar.
Teníamos
catorce años, acabábamos de leer Un
capitán de quince años, estábamos de excursión en San Sebastián y además
Amancio Amantegui era un hombre de palabra.
«Amparito» ¡Hay
qué joderse! Así me llamaban, desde mi Primera Comunión, en el barrio. Sí desde
aquel día de la Ascensión —uno de esos jueves que brillan más que el Sol—, pasé
de Paquito, el hijo de la señora Amparo a Amparito. En el corazón de mi madre
ocupé el vacío dejado por mi padre, a quien no llegué a conocer, y a falta de
padre ella se hizo cargo de mí con tal tesón y sobreprotegiéndome de manera tan
absoluta y absurda que me convertí en su obsesión y a la vez en las bromas del
barrio, y de este modo, y bien que me jodía, pase de Paco a Amparito, pero
pronto llegué a la siguiente conclusión: Cuando un barrio se pone de acuerdo en
martirizarte, no luches contra él, date por vencido y a sonreír. Así que muy
poca gente conocía mi verdadero nombre, que por cierto y para que no se me
olvide, repetiré que era Paco. De tal forma llegué a acostumbrarme a mi nuevo
nombre, que si oía gritar Paco, nunca contestaba es más ni tan siquiera me
volvía, eso sí, en el colegio los profesores me llamaban Francisco. Por tanto
se puede decir que mi infancia, mi adolescencia y los principios de mi juventud
los viví con tres personalidades distintas: La de Paquito, Amparito y Francisco.
Amancio
Amantegui dijo sonriéndome a la vez que expulsaba el humo de un bisonte: «El día que te desfloren… correrá
de mi cuenta. Yo seré testigo de la pérdida de tu virginidad. Eso sí, habrás de
dejar el pabellón bien alto. ¡Ah! y una cosa: cuando te presente a la puta, a
la cual ya le he echado el ojo en un viaje que hice con mi tío a Zaragoza, no
le digas que te llamas Amparito, ¡Tú eres Paco y con dos cojones!».
Lo de mi
virginidad lo llevaba mal, pero Amancio parecía llevarlo peor.Él, haciendo gala
de psiquiatra avezado pronosticaba mi tardanza en el desfloramiento, por el
trauma que mi mote me había producido. Yo pensaba en el fondo: «¡Va! Chorradas
de Amancio», pero siempre estuve un punto preocupado por si mi amigo acertaba
en su pronóstico. Pero el hecho de ser todavía virgen no estaba exento de
numerosas intentonas, siempre acompañado de mi amigo, pero en la mayoría de
ellas, el que mojaba siempre era él y
yo me quedaba en eso, en un intento.
No hay persona
que no recuerde el primer beso, el primer fracaso a la hora de hacer el amor y
los chascos que uno se lleva pero que intenta borrarlos de su memoria. Yo tuve
tantos que pronto llené mi disco duro y ni tan siquiera quedaron archivados.
Amancio
Amantegui, diariamente, a las siete y media de la mañana abandonaba el barrio
en un Chevrolet línea Humphrey Bogart que le había regalado su tío, un indiano
que vino de Méjico montado en plata,
para desplazarse a un polígono industrial situado a las afueras de la ciudad.
Todos los días —según me contaba él— se tropezaba con una repartidora de pan,
de muy buen ver, dispuesta a todo y más valiente que el Cid. La llamaban Chuchurrusqui, por eso de los curruscos
del pan o por sus propios curruscos
El caso es que más de un día había llegado tarde a trabajar y la repartidora
hecho esperar a la parroquia por probar las tapicerías del Chevrolet. Me tenía
martirizado con la Chuchurrusqui contándome los revolcones que el espejo
retrovisor del coche había vivido. Con tanto realismo me narraba las cosas que
había noches que me quitaba el sueño y buena parte de la misma la dedicaba a
hacer pretecnología manual.
Un buen día,
uno de esos que uno está aburrido y hastiado por no saber qué hacer, me llamó
desde la calle a voz en grito: «¡Amparito, Amparito! ¡Prepárate! ¡Hoy es tu
día!». Me asomé por la ventana de mi cuarto un tanto asustado y preocupado por
si mi madre podía oírle, que por cierto era el ser más madrugador que he
conocido: «¡Chist!, calla te va a oír mi madre, está en casa». «¡Qué cojones me
va a oír tu madre! ¡Tira, prepárate, nos bajamos a Zaragoza! Hoy no voy a
currar me han hecho un encargo mis tías y, no me queda más remedio que hacerlo.
Venga baja de una vez y te cuento». No tardé ni un minuto, Amancio Amantegui me
esperaba con el motor del Chevrolet en marcha. Me abrió la puerta —cosa rara en
él— pues le fastidiaba un montón hacer de Bautista
y, sin más nos encaminamos hacia la carretera de Zaragoza. Ni tan siquiera le
dije nada a mi madre, ni una explicación, ni una despedida.
A la altura de
la Fombera, una finca situada a las afueras de la ciudad, me empezó a contar:
«Mis tías me mandan a Zaragoza a comprar una estufa catalítica, esas de…. Calientan Pero no queman calor blanco con
Butater», y Amancio Amantegui siguió tarareando la musiquilla del anuncio.
«Tienen una amistad en la fábrica —me siguió contando— y nos estará esperando.
Son tan roñosas que creen que les va a salir más barata; pero como no piensan,
no cuentan la sisada, el dinero que
me han dado para la gasolina y para echar
un bocao. Les va a salir por un ojo
de la cara. Pero hoy,¡Porque hoy amigo mío es tu día! ¡Amancio Amantegui y su
amigo Amparito mojan! Cargamos en el coche la estufa y en cuanto terminemos nos
vamos de niñas, así como suena. ¡Hoy nos iremos de niñas! ¿Hoy te estrenas!
Palabra de Amancio Amantegui. ¡Dentro de un rato Madrazo será nuestro!».
Mi amigo se
desenvolvía por Zaragoza como pez en el agua, conocía avenidas, calles y
callejuelas como la palma de su mano. Era instintivo, natural, se orientaba sin
dudar, ni preguntar, daba la sensación de haber estado allí toda su vida, era
prodigioso su don de orientación, era algo innato —se desenvuelve como los
grandes navegantes, pensé— y de pronto me vino la imagen de San Sebastián, el
día que vio por primera vez el mar.
La fábrica de
estufas se encontraba a las afueras de Zaragoza hacia Lerida en un polígono
industrial llamado Malpica. Era un pabellón enorme, con el techo de color azul
y el nombre de la marca cubriendo todo el frontis de la entrada, tenía cierto
aire a motel americano.
Amancio entró
en recepción, mientras yo esperaba en el interior del Chevrolet. Apenas pasaron
unos minutos cuando Amancio con un empleado y y una caja de cartón de tamaño
considerable, era la estufa catalítica esa de… calienta pero no quema… La cargamos sobre el viejo Chevrolet, la
aseguramos con unos pulpos y al grito de: ¡Zaragoza es nuestra! Nos dirigimos a
Madrazo.
Ni sabíamos lo
hora que era.
No dudó ni una
sola vez, de pronto nos encontramos frente a la puerta de un bar cuyo nombre
Flor del Bohío, se completaba tras unas intermitencias verdes y sugerentes.
Entramos.
El bar se
encontraba sin el ambiente ni la clientela que hubiera imaginado: Un camarero
con cara de rufián y una prostituta apoyada en la barra marcando sus nalgas en
una falda tubo —seis tallas más pequeñas de lo que le convenían—, que dejaba
bien marcada una faja necesaria a todas luces para sujetar sus voluminosas,
pero sensuales carnes. Me recordó por su postura a un cuadro de Dalí que pintó
a Gala mirando por la ventana. Su melena negra, ensortijada y ancha le caía
hasta la misma cintura cubriéndole incluso los hombros, dejando al descubierto
unos brazos que a primera vista parecían jóvenes. Su pelo, humedecido
artificialmente, brillaba como el azabache a pesar de las luces rojas del
local.
¡Quería verle
la cara! ¡Deseaba que fuese guapa o al menos atractiva! Pero seguía allí, de la
misma postura, inmóvil, apoyada en la barra, mostrándonos sus nalgas
reguardadas de toda mirada obscena por la coraza que formaba su faja.
Una lámpara
proyectaba sobre el mostrador un tronco de cono luminoso, por el ascendía una
hilera de humo de forma pausada, intermitente, que coincidía en el tiempo de
respirar de la mujer apoyada en la barra.
«¡Lorena! Hoy
tienes dos novilleros poco placeaos.
Es más diría que son becerristas», dijo el rufián de la barra mientras limpiaba
el carmín pegado en un vaso de tubo.
«Se equivoca
usted —respondió Amancio Amantegui— yo, hace tiempo que tomé la alternativa, y
además le diré que practico el toreo clásico: Ella abajo y yo arriba, como lo
hacen los buenos artistas. Pero hoy, Amparito viene a tomar la alternativa y a
poder ser con ese miura que hay en la barra … y le puedo asegurar que va a
salir por la puerta grande».
«Pues pa´llamase Amparito tiene cara de chico.
Yo los bollos me los tomo con café con leche. No los hago, pues a las claras
está que no soy panadera», dijo riéndose a carcajadas y enseñándonos un diente
de oro. «No hemos venido a amasar. He dicho que somos toreros y venimos a
picar. Mi amigo Amparito es un tío con dos cojones», respondió Amancio
Amantegui.
La mujer se
acercó hacia mí despacio, andando sensualmente, provocándome, con sus ojos
clavados en los míos. Se quedó parada a escasos centímetros de mí, y una vez me
tuvo a su alcance me echó mano al paquete. Me quedé petrificado, «Calzar, calza
bien. Luego ya veremos cómo cumple en la plaza. ¡Torero!», dijo rozándome con
su pecho y lanzándome el humo de su cigarrillo a la cara. Su perfume me
envolvió por completo y mi corazón se puso a latir a mil por hora, incluso me
pareció que las piernas se me doblaban.
«Antes de las corridas
suena la música y a mí la que más me gusta es la de Don Manuel»,
prosiguió sin dejar de mirarme a los ojos. «¿Qué Don Manuel?», preguntamos a
coro Amancio Amantegui y yo. «Don Manuel de Falla, el del careto de los
billetes de curso legal. Pero tampoco ascos al teatro, también me gusta Don
Jacinto», dijo con cierto sarcasmo y arrastrando las palabras. Yo no entendía
nada de nada, estaba totalmente mareado por la desazón y el perfume de la
mujer.
La indirecta,
Amancio la cogió al vuelo, se echó mano al bolsillo y enseñó un fajo de
billetes. «Primero iré yo. Luego Amparito», dijo mi amigo con aire de
superioridad. La mujer no dudó ni un instante, le cogió del brazo y ambos salieron del bar.
«¡Tómate una
copa chaval! —comenzó a hablar el rufián de la barra— La primera vez uno está
nervios, luego esto es como andar en bicicleta. ¡Jamás se olvida! Yo todavía me
acuerdo de la primera vez. ¡Joder! Elenita la
vaquera, una chica de mi pueblo, me hizo diabluras. Estaba muy enseñada,
desde chiquilla viendo follar a toros y vacas y la verdad que lo aprendió bien
de cojones. Nunca la olvidaré. Ni tan siquiera sé lo que me pudo llegar a
hacer, pero durante más de un año estuve soñando con ella». Igual que un
autómata me tomé lo que me puso, en ese momento ni sabía lo que me estaba tomando,
seguía anestesiado por el perfume de la mujer.
La espera se me
hizo eterna, y de pronto, así de pronto, cuándo menos lo esperaba se abrieron
paso entre la penumbra rojiza del bar, sonrientes. La mujer, con una sonrisa un
tanto torcida debida al cigarrillo que colgaba de sus labios. La de mi amigo,
con la de la satisfacción del deber cumplido; y eso, al que tiene que hacer el
mismo trabajo, no deja de joderle.
«¡Venga
Amparito! Es tu hora», dijo con ironía la mujer. Pero a mí me sonó más a
misterios dolorosos que a gozosos. Fuere como fuere, me vi subiendo unas
escaleras cutres, faltas de luz y con las paredes llenas de desconchones. A
tientas, la mujer abrió la puerta de una habitación. Creo que me empujó para
entrar, porque a punto estuve de echar a correr, y poco más recuerdo del
recinto en el que por primera vez iba a hacer el amor o ¿no debiera llamarlo
así?
Se tumbó encima
de mí, sus enormes pechos me ahogaban, pero no me importó, hacía rato que
estaba embriagado por su perfume barato y sofocante. Como un hombre aguanté los
tres primeros envites. Pero al llegar al juego, yo no tenía y ella llevaba
treinta y una. Me desarmó por completo y, pobre de mí, me rendí sin
condiciones. «¡Hala mi amor que la función ya ha terminado!». Y de sopetón me
vi en el mismo decorado: el bar, las luces rojas, el humo, y con los mismos
actores: el rufián, la mujer, Amancio Amantegui y yo, crucificado por sus
sonrisas irónicas y falsos parabienes.
Estaba deseando
escapar, salir de allí a cualquier precio, Amancio Amantegui se despidió de
todos por mí. «Ha sido un placer hacer negocios con ustedes, mi amigo Amparito
jamás podrá olvidar esta casa». Sin hablar ni una sola palabra al llegar a la
Fombera me preguntó «¿Cómo te ha ido? ¡Menuda mujer te has tirado pajarito!»
«Gracias, quizá
haya sido todo demasiado rápido ¿no?» «¿Bueno? Suele ser así la primera vez».
Me dejó en el
portal de mi casa. Mi madre debía llevar toda la tarde asomada a la ventana, pues
al verme hizo un gesto de preocupación con la cabeza. Al despedirme de mi amigo
me di cuenta que la estufa no estaba sobre el techo del Chevrolet.
«¡Joder! ¿La
estufa?», pregunté
«¿Qué estufa?»
«¿No me jodas?
¿No me digas que …? ¡No?
«Sí, Dales las
gracias a mis tías».
«¿Y qué les vas
a decir?»
«Nada. Puede
que nos la robaran mientras comíamos, por qué comimos ¿no?»
«El primer
restaurante nunca se olvida. ¡Hasta mañana!»
Tres meses
después recibí una carta desde el Ferrol, por aquel entonces del Caudillo.
Amancio Amantegui me comunicaba que se embarcaba en una corbeta rumbo a
Cartagena.
LOS CALCETINES ASESINOS
Los calcetines asesinos
LOS CALCETINES ASESINOS
Sentado en una de las banquetas de la cocina, tatuado con esa expresión de agotamiento del recién levantado, el codo apoyado sobre la mesa y la cabeza reposando sobre la palma de mano, intentaba contar los infinitos giros, a diestro y a siniestro, que el tambor de la lavadora ejercitaba a ritmo de aeróbic. Totalmente hipnotizado, con la mirada puesta sobre el ojo de buey de la máquina no presté ninguna atención a la salida del café; a pesar de que la cafetera, una de esas de toda la vida, me avisaba lanzando al espacio bocanadas de vapor.
Un calcetín, a punto de quedar sumergido bajo una ola espumosa, cruzó una mirada conmigo; no sé, a ciencia cierta, si pidiéndome auxilio o maldiciéndome por haberle metido en aquel artilugio rotatorio. Tuve que apartar la mirada. Me levanté a retirar la cafetera del fuego y me serví un café, sin perder de vista a la lavadora, mirándola de reojo, a hurtadillas.
Deposité dos cucharadas de azúcar y, como un autómata, comencé a dar vueltas al ritmo que me marcaba la lavadora. De entre la espuma surgió una camisa de cuadros rojos y verdes, retorcida por los continuos giros. Las arrugas le daban un aire de ferocidad terrible y los ríos de agua que discurrían por ellas se asemejaban a las babas de las fieras que tienen a su presa al alcance de sus fauces. En un décima de segundo se tragó al calcetín. La escena me sobrecogió, apuré el vaso de café con el fin de recuperarme, pero nada, seguía allí, hipnotizado esperando el final del lavado.
Me pareció oír un grito de auxilio, un sinfín de calcetines nadaban en ayuda de su hermano. Rodearon a la camisa, y se lanzaron a un feroz ataque mordisqueándola sin parar. Un relé se activó originando un salto del programa de lavado. El nivel del agua y espuma fue bajando a medida que la electroválvula de achique ejecutaba su labor. El programa de lavado acababa de llevar a cabo su penúltima operación, el motor se aceleró, la lavadora parecía intentar saltar, yo seguía con la mirada fija en la puerta transparente y circular de la lavadora. El tambor comenzó a girar dejando ver a través del cristal de su ojo de buey un amasijo de ropa de distintos colores. Los calcetines guerreros habían desaparecido, quizá devorados por la camisa de cuadros rojos y verdes.
Recordé la fórmula de la fuerza centrífuga: “La masa por la velocidad al cuadrado partido por el radio de giro”. “He ahí un ejemplo práctico de la jodida fuerza”- me dije – mientras seguía sin apartar la vista de la lavadora. El centrifugado había actuado como fuerza de paz entre los calcetines y el resto de la ropa de color. Al cesar el secado, un calcetín herido de muerte cayó sin vida desde la parte superior del tambor de la lavadora hasta el fondo del mismo. Allí, inmóvil, agotada por el fragor de la batalla permanecía la maltrecha camisa de cuadros rojos y verdes, apenas se inmutó. La colada había concluido.
Me levanté de la banqueta como un robot, deposité el vaso de café en el fregadero. Luego, abrí la puerta de la lavadora para sacar la ropa y tenderla en la terraza a la espera de un secado perfecto. Un olor, mezcla de aromas de suavizante y detergente biodegradable, se adueñó del umbral de mi sentido del olfato y del habitáculo de la cocina. A ciegas, intentando dar con la camisa de cuadros rojos y verdes palpe entre la ropa húmeda, la textura del tejido me indicó que ya era mía. Intenté sacarla, no pude. Probé de nuevo, fue imposible. Me agaché hasta la misma boca de carga para ver cual era el problema, justo en el momento en que mi cabeza se adentraba ligeramente en la cavidad de la lavadora, el ejército de calcetines negros, marrones y azules se abalanzó sobre mí pegándose a mi rostro como verdaderas sanguijuelas. A manotazos traté de quitármelos, fue imposible. Totalmente histérico emprendí, a lo largo del pasillo, una vertiginosa carrera, arrancándome de mi cara los malditos calcetines y estrellándolos con violencia contra las paredes del corredor.
Al llegar a la puerta de acceso al piso caí sin sentido y desangrado, un calcetín marrón me había clavado sus incisivos en la yugular.
sábado, 5 de julio de 2014
3x5+1 poemas
MI
VECINA
A través del
tabique,
que nos
separaba
oía tus
risas
Tu pasión
Sus promesas
de amor
Sus besos
Su tos
Con el
tiempo:
A través del
tabique,
que nos
separaba
Sentí tu
miedo
Tus lloros
Tus lágrimas
Tus lamentos
Su puño
sobre tu cara
Sus amenazas
Sus
maldiciones
Sus
juramentos
Hasta aquel
día
que dijiste
basta
Si aquel día
Llamaste a
la puerta de mi casa
Gemías
Llorabas
Temblabas
No por los
golpes de tu cara
Sino por las
heridas de tu alma
Y mientras
te abrazabas a mi cuerpo
Buscando
comprensión y consuelo
Entonces
A través del
tabique
Que nos
separaba
De nuevo
escuchamos
la voz de tu amante
Rogando tu
vuelta
Oímos
Una a una
Sus mentiras
Sus disculpas
Sus traiciones
Pero tú, ya
No
oías nada
habías dicho
basta
Cuando el
dolor
se hizo
patente
en demasía
y…
mi cuerpo,
se rindió
sin condiciones
a sus requerimientos
Entonces…
tus manos
se
fundieron con las mías
animándome
Cuando mi
alma
le entregó el
último bastión
vivo y sano de
mi cuerpo
y…
ni drogas
ni calmantes
pudieron
detenerlo
Cuando
vomitando
entre las
cuatro paredes
De aquel
viejo retrete
Se me
escapaba
la vida a
borbotones
Entonces…
tus manos
sujetaron mi
frente
consolándome
Cuando me
abandonó
la dignidad
que todo
hombre merece
y asustado,
busqué consuelo en tu mirada
Entonces…
tus manos
se
entrelazaron con las mías
relajándome
Cuando
la
respiración
se volvió
una pesada carga
y un último
dolor
arrancó mi
alma
Tú me
miraste a los ojos
con firmeza
Y…
Entonces, tus
manos
elevaron mi
cabeza
para besarme
Cuando el
tren partió
hacia ese destino
del que
nadie vuelve
Entonces…
Una de tus manos
Me lanzó un
beso
La otra
se agitaba
en el vacío
despidiéndome
Desde la cresta
de una ola
Conocí el
mundo
Luego, sin
quererlo
descendí a
los abismos,
y allí supe
de otros nuevos:
el frío, la
soledad y el miedo.
A ti, a él,
a ella, a vosotros
Os conocí
arriba
y os recordé
abajo
Desesperado
Levanté mis brazos pidiendo ayuda.
No me tendisteis ninguna
Impasibles,
seguisteis contemplando,
como desde el fondo de la
ola
Aterrado
Buscaba miradas cómplices y amigas
Pero,
cerrasteis los ojos
Nadie cruzó
su mirada con la mía
Y a pesar de
mis gritos de auxilio
Nada
dijisteis
Sólo
callasteis
Permanecisteis
mudos
Escondidos
En la
cresta de otra ola
miércoles, 23 de abril de 2014
¡HASTA PRONTO!
«¡Hasta pronto!, me dijo y colgó
el teléfono. Me quedé pegado; mirando con cara de tonto la pantalla de mi nuevo
Smartphone de 4 Gigas y con conexión a Internet. Me vi en una estación de
ferrocarril, justo en el momento de arrancar el tren cuando a través de la
ventana del vagón intuyes un ¡Hasta pronto! lanzado desde el interior del vagón
y con deseos de volver a verse.
Este no era el caso.
Tardé varios segundos en
reaccionar. Estaba en compañía de una silueta dibujada en la pantalla de mi
Smartphone 4 Gigas, que sonreía irónicamente y una nota escueta y real: llamada
finalizada.
El ¡Hasta pronto! resonaba en mi cabeza como
una migraña «¡Joder! Esto me suena a despedida definitiva», pensé, mientras
dudaba en volver a marcar, pero no lo hice, el ¡Hasta pronto! cayó en mí como
una orden militar: no se te vuelva ocurrir ni por casualidad llamarme en tu
puta vida.
Busqué una botella de güisqui de
malta, que guardaba para los malos ratos, me serví una copa y me la bebí a palo
seco pero sin dejar de mirar mi Smartphone de 4 Gigas por si sonaba de nuevo
¡Qué ingenuo!
Ni su nombre, ni su número aparecieron jamás
en su pantalla.
Así que lo dejé pasar, pero
nunca pronuncie en mi vida un ¡Hasta pronto! Me pasé al: ¡No tardes en volver!
¡Pásalo bien! ¡Nos vemos! ¡Te espero! ¡Mándame un e-mail! ¡Llámame! O
sencillamente ¡Adiós o Vete y no vuelvas nunca jamás! Como decía la canción.
Aquel batacazo amoroso dejó
tocado y hundido mi ego y sobre todo mi vanidad de hombre. El ¡Hasta pronto! Ni
me lo había imaginado, ni lo había visto venir y eso me agobiaba.
Comencé a sufrir una total
inseguridad ante todo con las mujeres. Había sido un pardillo total y yo
creyéndome Superman.
Fue un verdadero palo.
Pero no hay una sola noche que a
la hora de acostarme no me pregunte: «¿Qué había hecho mal? ¿Por qué aquello sucedió
tan de repente? ¿Pero qué?»
No encontré respuesta a tanta
pregunta, pero la realidad es terca y yo de la noche a la mañana me quedé
compuesto y sin pareja.
A pesar de todo jamás borre su
número de teléfono de mi Smartphone.
Era invierno de un año que ni
tan siquiera recuerdo.
sábado, 8 de marzo de 2014
El Bar de Los Recuerdos
Llegó a casa con la emoción
de la adolescente que se va de vacaciones por primera vez. Llamó a Fran desde
la misma puerta, no recibió contestación, tampoco Lucas salió a recibirla:
«Estará sacando al perro» pensó, mientras se cambiaba de ropa y se ponía más
cómoda. Luego lo meditó mejor y una vez que estaba desnuda, decidió darse un
baño, le dio la sensación de que olía a anestesia.
Desde la bañera oyó como Fran abría
la puerta y el corretear de Lucas por el pasillo: «Fran, estoy bañándome.»
Fran entreabrió la puerta del
cuarto de baño y allí estaba, como una diosa griega en el teatro de las Termas
de Epidauro. El vapor del agua caliente había humedecido su piel y miles de
gotas se habían condensado por el torso de su cuerpo, restos de espuma rodeaban
sus senos y sus pezones turgentes provocaron en Fran una erección inmediata que
hizo que se despojara de su ropa y se adentrara junto a ella en esa agua cálida
y cargada de deseo. Begoña, asustada por la reacción de su compañero, lo miró con
una mezcla de dulzura y lujuria. Pero él podía notar el ansia de placer, ese deseo
de ser poseída y de poseerlo, de sentirlo muy dentro, hasta sus entrañas. Fran introdujo,
en el interior de la bañera, una de sus manos, buscando hasta encontrar una
humedad distinta a la del agua. La apresó y entonces Begoña curvó su espalda
hasta que su melena rozó la espuma que naufragaba por la bañera. Su piel se
erizó y asomaron sus pechos escalofriados. Fran, preso de sus miedos y fobias, se
sintió mareado y a punto estuvo de tirar la toalla. Pero Begoña buscó su
miembro viril, fuerte, firme y cálido. Ella ansiaba sentirlo en su interior
mojado y latente, se acercó despacio, le lamió su hombro, su cuello, luego penetró
su lengua nerviosa en la boca de él. Se abrazaron fogosamente y se besaron como
si fuese la primera vez.
La bañera fue la celestina de esta historia de amor y un vaivén de
espuma testigo de cargo de la misma.
Había pasado mucho tiempo desde
la última vez.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)